jueves, 10 de mayo de 2012

Arbolizante



Inspiraciones convulsionadas. Sollozos delatados y apresurados. Aguacero que cae de nimbos rojos, exageradamente hinchados y crispados, pupilas mióticas... El pender solamente de un hilo ínfimo ante el vacío fosco y limítrofe del mal logrado existencialismo demuestra que el cálido beso de sol en las mañanas no es suficiente para evaporar las lágrimas que se deslizan sujetas al recuerdo y dan la última caricia de despedida antes de caer sobre alguna errante hormiga.  El césped crecido cede ante mi occipital. Mis ojos al cielo postrados. Mi pensamiento lejos y cerca del aquel ser que me hubo y abandonó.
Un avión atraviesa el ecuador de la gran copa azul que nos encierra en vacuidad, el cielo queda dividido; su sonido magnánimo y ronco se expande por el pasto, como una ola que se agranda y desaparece de inmediato, dejando diferentes estragos en mi mente. Este grito áspero, que lo invade todo, ha alcanzado los intervalos penetrantes de amor con quien se ha ido, permanece celoso, con cruel envidia de aquellos gemidos y segregaciones que suelen salir de nosotros con el aliento exhalado de todos nuestros poros jadeantes, cada vez más dilatados, armadores de partituras. Todo es fina armonía. Todo es un cuarto de alquiler cerca del aeropuerto.
El sol resplandece gozoso. Tanto las aves como las hormigas hacen optimistas sus rutas, me asustan. Las nubecillas, los arboles, los insectos, todo está lleno de armonía; pero yo, ser privado de aquello, ser propenso a caer en manos de la ilusión ingrata, me niego a contagiarme de estas sensaciones, no porque no me guste, sino porque duele; no hay otra salida. Estoy atrapado en una canica suspendida que armoniosamente me obliga a odiarla junto con todos sus alegres habitantes.
La gran podadora de seis velocidades, que apareció de repente y se ha aparcado cerca, frente donde estoy, es conducida por un pequeño hombrecillo sin expresión en su rostro. Me recojo y me seco los ojos mientras dejo que el ruido extremo de los doce caballos de fuerza poden mis pensamientos que no dejan de aflorar inexorables frente a la estampida; pienso en el borde verde-azul que atraviesa horizontalmente los ojos del podador, me sumerjo y formo parte de su mirada neutral.
Y así estoy de desierto, esperando la situación fortuita que pueda arrastrarme a un lugar más propicio; a un estado vedado para el recuerdo vanidoso, en donde las horas huecas dejen de mancillar mi corazón y el resto de mis órganos. Inmediatamente, consigo una respuesta: llega a mí la sobriedad del viento que hace colleras en mi cuello; que entra por los recodos de mi camisa e imparable por las mangas; que se cola por la bragueta abierta de mi pantalón. Me llega el frío de estar expuesto y desnudo, vulnerable, irrigado por caricias impalpables.
El verdor repentino del firmamento, hace que levante mi cabeza lentamente y, sin oportunidad de defenderme, el aroma de la hierba recién podada me entierra como una avalancha que me deja fraccionado, ¿cómo explicarlo? Como un golpe eléctrico de aromas, como la punición dada en forma de castigo pero recibido con apremio, como constantes orgásmicos que se amontonan de estremecimientos... La extrema alteración hace que de inmediato me postre boca abajo para alcanzar, profano, la cópula entre pasto y aire. Mis brazos se extienden y todo mi cuerpo abarca la tierra en forma del Salvador. Clavo mis dedos en la tierra virgen que es húmeda y suave, desde el interior de mis ropas surge, extrema, mi carne que dura y seca, complaciente en busca de complacencia.  
Esta aleación, de la que formo parte amparada,  desborda mi interior: forma dentro de mí un huracán de posibilidades, desplaza las vísceras a lugares distantes, inimaginables dentro del cuerpo. El producto es un espacio inmenso que se expande desde mi pecho. Me siento agonizante. Siento, además, que mis clavículas estallan; mis costillas se desentienden de mi esternón, bailan y se mueven como tentáculos nacidos de la columna vertebral, los músculos se relajan y se desnaturalizan...
El atronador sonido del motor aproximándose me devuelve al resplandor de la realidad, donde aún reina la armonía distorsionada. La renunciada podadora avanza lentamente, a velocidad constante y con la dirección firme, viene hacia mí. La posibilidad de que se detenga deja de existir.  En mi calidad de vacuo trato de reponerme y apartarme de su broma, pero es imposible; mis dedos siguen anclados en la tierra pero extendidos como raíces quien sabe hasta dónde; de mis espalda se desprenden ramas centrales y periféricas llenas de hojas largas y jóvenes; por mis venas fluye algo más ligero, sabia infusión; en mis mejillas, de la emoción las lágrimas se convierten en cristalino y dulce rocío. Mi evaginación fálica, varada y vasta más que nunca, es el meristemo que me liberará para siempre de nuevas desilusiones, tan triviales como humanas. 
leo salas z