Inspiraciones
convulsionadas. Sollozos delatados y apresurados. Aguacero que cae de nimbos
rojos, exageradamente hinchados y crispados, pupilas mióticas... El pender solamente
de un hilo ínfimo ante el vacío fosco y limítrofe del mal logrado
existencialismo demuestra que el cálido beso de sol en las mañanas no es
suficiente para evaporar las lágrimas que se deslizan sujetas al recuerdo y dan
la última caricia de despedida antes de caer sobre alguna errante hormiga. El césped crecido cede ante mi occipital. Mis
ojos al cielo postrados. Mi pensamiento lejos y cerca del aquel ser que me hubo
y abandonó.
Un
avión atraviesa el ecuador de la gran copa azul que nos encierra en vacuidad,
el cielo queda dividido; su sonido magnánimo y ronco se expande por el pasto,
como una ola que se agranda y desaparece de inmediato, dejando diferentes
estragos en mi mente. Este grito áspero, que lo invade todo, ha alcanzado los
intervalos penetrantes de amor con quien se ha ido, permanece celoso, con cruel
envidia de aquellos gemidos y segregaciones que suelen salir de nosotros con el
aliento exhalado de todos nuestros poros jadeantes, cada vez más dilatados,
armadores de partituras. Todo es fina armonía. Todo es un cuarto de alquiler
cerca del aeropuerto.
El
sol resplandece gozoso. Tanto las aves como las hormigas hacen optimistas sus rutas,
me asustan. Las nubecillas, los arboles, los insectos, todo está lleno de armonía;
pero yo, ser privado de aquello, ser propenso a caer en manos de la ilusión
ingrata, me niego a contagiarme de estas sensaciones, no porque no me guste,
sino porque duele; no hay otra salida. Estoy atrapado en una canica suspendida
que armoniosamente me obliga a odiarla junto con todos sus alegres habitantes.
La
gran podadora de seis velocidades, que apareció de repente y se ha aparcado
cerca, frente donde estoy, es conducida por un pequeño hombrecillo sin
expresión en su rostro. Me recojo y me seco los ojos mientras dejo que el ruido
extremo de los doce caballos de fuerza poden mis pensamientos que no dejan de
aflorar inexorables frente a la estampida; pienso en el borde verde-azul que
atraviesa horizontalmente los ojos del podador, me sumerjo y formo parte de su
mirada neutral.
Y
así estoy de desierto, esperando la situación fortuita que pueda arrastrarme a
un lugar más propicio; a un estado vedado para el recuerdo vanidoso, en donde
las horas huecas dejen de mancillar mi corazón y el resto de mis órganos. Inmediatamente,
consigo una respuesta: llega a mí la sobriedad del viento que hace colleras en
mi cuello; que entra por los recodos de mi camisa e imparable por las mangas;
que se cola por la bragueta abierta de mi pantalón. Me llega el frío de estar
expuesto y desnudo, vulnerable, irrigado por caricias impalpables.
El
verdor repentino del firmamento, hace que levante mi cabeza lentamente y, sin
oportunidad de defenderme, el aroma de la hierba recién podada me entierra como
una avalancha que me deja fraccionado, ¿cómo explicarlo? Como un golpe
eléctrico de aromas, como la punición dada en forma de castigo pero recibido
con apremio, como constantes orgásmicos que se amontonan de estremecimientos...
La extrema alteración hace que de inmediato me postre boca abajo para alcanzar,
profano, la cópula entre pasto y aire. Mis brazos se extienden y todo mi cuerpo
abarca la tierra en forma del Salvador. Clavo mis dedos en la tierra virgen que
es húmeda y suave, desde el interior de mis ropas surge, extrema, mi carne que
dura y seca, complaciente en busca de complacencia.
Esta
aleación, de la que formo parte amparada,
desborda mi interior: forma dentro de mí un huracán de posibilidades,
desplaza las vísceras a lugares distantes, inimaginables dentro del cuerpo. El
producto es un espacio inmenso que se expande desde mi pecho. Me siento agonizante.
Siento, además, que mis clavículas estallan; mis costillas se desentienden de
mi esternón, bailan y se mueven como tentáculos nacidos de la columna
vertebral, los músculos se relajan y se desnaturalizan...
El
atronador sonido del motor aproximándose me devuelve al resplandor de la
realidad, donde aún reina la armonía distorsionada. La renunciada podadora
avanza lentamente, a velocidad constante y con la dirección firme, viene hacia
mí. La posibilidad de que se detenga deja de existir. En mi calidad de vacuo trato de reponerme y
apartarme de su broma, pero es imposible; mis dedos siguen anclados en la
tierra pero extendidos como raíces quien sabe hasta dónde; de mis espalda se
desprenden ramas centrales y periféricas llenas de hojas largas y jóvenes; por
mis venas fluye algo más ligero, sabia infusión; en mis mejillas, de la emoción
las lágrimas se convierten en cristalino y dulce rocío. Mi evaginación fálica,
varada y vasta más que nunca, es el meristemo que me liberará para siempre de
nuevas desilusiones, tan triviales como humanas.
leo salas z