Leo Salas Z.
Siento que me observan y clavan su mirada en mi cuello, mis manos, mi hombro, mis piernas. Quizá sea alguien que está en la puerta. Regreso a ver rápidamente,
como para sorprenderlo, pero el espacio está tan vacío como cuando llegué.
Continúo
escribiendo un reporte, unos comunicados, un boletín y hasta un poema, pero
nada me quita la sensación de que me miran. Hoy nadie ha venido a la
oficina y tampoco avisaron que nadie vendrá.
El vidrio suena
como si alguien, desde la calle, lanzara una pequeña piedra a la ventana de tu casa para que abras la puerta cuando no encuentran el timbre. Que puedan lanzar con gran precisión una piedra ocho pisos arriba es absurdo, pero no pierdo
nada si salgo a ver por la ventana, es entonces cuando lo veo.
No sé
cuánto tiempo lleva observándome a través del vidrio ese buitre y menos aún
por qué lo hace. ¿Qué hay en mí para hacer que un animal carroñero esté inmóvil
analizándome? Pareciera como si estuviera al asecho de algo podrido y muerto,
que a pesar de que ya es presa fácil, aún existe el riesgo de que despierte y
escape; solo aguarda a que la delicia del sabor que encontrará se concentre más,
de que esté bien muerto.
Ya no puedo
retomar la concentración. Lo que estaba haciendo quedará inconcluso. Solo
pienso en la historia extravagante que les contaré a mis amigos cuando
los vea. “Un buitre viene caminando sobre el la moldura de la ventana panorámica
del octavo piso, lugar donde trabajo, y se detiene a observarme como si
quisiera invitarme a algo.”
Ellos empezarán
las bromas como que apesto o como que luzco peor que un muerto o quizá digan
que no debo estar tanto tiempo encerrado y solitario en esa oficina a la que
nadie va porque los buitres empiezan a sentir afecto por mí… y cosas por el estilo que quedarán
en el olvido junto a otras que he olvidado a propósito.
Quiero
averiguar por qué esa ave negra me mira de esa manera. De
una forma inexplicable quiero que se quede ahí y yo no quiero moverme, no quiero quedarme solo.
Con mucho
esfuerzo, pero sobre todo con voluntad, logro moverme de la silla y sin dejar de
verlo, retrocedo lentamente. Mi atención permanece tan concentrada sobre el ave
que cuando mi cuerpo empieza a llegar por partes tras cada movimiento, no me
percato de ello: primero mi torso se desliza un poco, tras un pequeño intervalo
llegan mis piernas, mis brazos, mi cabeza, como si todo yo flameara en una estado físico
donde la desintegración y reintegración fuesen leyes para poder desplazarme.
La mirada
del buitre no cambia de dirección mientras me alejo del lugar dónde estaba, es más,
pareciera que se ha hecho más profunda, más decidida. Su mirada parece taladrar el
vidrio detrás de donde se encuentra y caer sobre el sitio donde siempre estuvo fija.
Me río de
la divagación en la que he entrado, supongo que el buitre estará viendo su
reflejo en el cristal y por eso se ha quedado tan pasmado ahí. La mayoría de animales no reconocen su reflejo, quizá éste sea uno de ellos. Y cuando estoy a
punto de regresar a mi silla tras una extraña sensación de completitud, el
buitre se lanza contra el vidrio de manera tan violenta que provoca un
estruendo al interior de la oficina. Con sus garras intenta raspar el vidrio,
con su cabeza romper la frontera que no le deja avanzar en su camino. De pronto
el ave carroñera se ha convertido en un feroz predador que se proyecta una y
otra vez sobre la ventana dejar de ver el punto fijo. Me quedo atónito por el daño que se hace: en el
vidrio empiezan a aparecer manchas de sangre debido a la violencia de sus
ataques.
El buitre
se lanza al vacío y luego se eleva en la lejanía para dirigirse veloz
nuevamente sobre la ventana. Me da lástima de él porque sé que su cráneo va a
explotar cuando llegue a impactar un grueso vidrio a tal velocidad. Pero
contrario a todo cuanto pueda sonar lógico, la cabeza del ave rebota que junto al cuerpo, cae al
vació para elevarse y volver a realizar la misma maniobra.
Ahora la
diferencia está en que lo que parecían rasguños y golpes inútiles han sentido
el cristal de tal manera que empieza a trisarse y las líneas de una inminente ruptura por
donde se filtra la sangre alimentada con carroña, crecen hasta detenerse en los
bordes de la ventana mientras el animal más desaforado aún, sigue atacando.
Al
anochecer, los jefes llegan a la oficina y se sorprenden de ver la puerta
abierta y las luces prendidas. Reconocen inmediatamente al cuerpo dormido con sus brazos cruzados sobre el teclado de la computadora y la cabeza caída
sobre estos. Se acercan hacia él para decirle que ya es tarde y que puede irse, pero se detienen cuando ven que desde la oscuridad pintada detrás de la ventana, hay a dos buitres que yacen
estáticos, clavando sobre ellos, sus miradas.