La Cosa, que
aguardaba, me ha dado la voz de alarma, me ha caído encima, se escurre en mí,
estoy lleno de ella. La Cosa no es nada, soy yo. La existencia Liberada,
desembarazada, refluye sobre mí. Existo.
La Náusea – Jean-Paul Sartre
Redobla
sobre el piso de madera el sonido de unos pasos acompasados que se aproximan
lentamente junto con sus voces, incomprensibles por los sedantes que aún
muerden nuestras células tras las tinieblas; sincronizados todos, se detienen
al borde de un silencio abismal. El chillido de la cerradura oxidada despierta
a los pocos que concilian el sueño; la invisible puerta metálica se abre
despacio de par en par como un dúo de piernas satisfechas, por donde huye
velozmente la oscuridad y un oleaje resplandeciente acribilla el interior de la
fría sala del laboratorio de experimentos, ahogando a todos.
Las
dos grandes sombras de los doctores se imprimen sobre las maderas putrefactas del
lugar mientras que sus estelas van definiéndose conforme la luz se vuelve
tolerable. El hedor concentrado dentro del cuarto también escapa y una brisa
fresca nos besa las narices como lo haría el ánima de una madre enferma,
alcanzada por la muerte mientras dormía.
Una
de las sombras que está sobre el piso se encoge un poco y nos arroja una bolsa en
el centro de la sala. La otra es una estatua que nos mira desde el mundo de
material ficticio con sus ojos inquisitivos.
La
puerta se cierra, el cerrojo se atranca y tose, la brisa se extingue, la luz se
seca y todos los que formamos parte de la celda número veintitrés del
laboratorio nos lanzamos impulsados por el hambre en busca desesperada de la
bolsa invisible que, antes de ser encontrada, se confundirá con las etéreas
manchas rojas que flotan en la negrura de nuestras mentes.
El sonido del teléfono, rin-rin. Maquinalmente tomo el auricular
y escucho una voz que, desde la recepción, me ofrece un café. Alzo la vista
como sabiendo a donde y veo a mi secretaria a través de la ventana con el
receptor en la mano y sonriéndome. Sí,
por favor Wendy, y cuelgo.
No
es la primera vez que me quedo dormido en el trabajo, siento un poco de
vergüenza, pero no tarda en llegar la calma: respiro un buen rato y a pleno
pulmón y me digo ¡qué realismo ha dejado el sueño!
Antes
de encontrar el origen de la idea, se me ocurre pensar que detrás de mí no está
la maravillosa vista de la capital, que no estoy en un vigésimo tercer piso y
que además, la oficina es un montaje escenográfico donde me han arrojado para
estudiarme. Giro la silla intentando sorprender a la realidad y el pensamiento
se decepciona al enfrentarse con lo mismo desde hace cinco años. Una maqueta o,
más bien, un medio de cultivo donde miles de bacterias conscientes se comportan
según una naturaleza condicionada, bacterias siendo controladas para evitar que
se salgan de control, pero ¿por quién?...
La
idea es interrumpida por las esbeltas piernas que la minifalda de mi secretaria
permite ver, junto con ellas entra el resto del
cuerpo en un café humeante. Aquí
está señor, invisible, como le gusta. Le clavo una mirada interrogante a
Wendy, como diciéndole ¿a qué se refiere con “invisible”? Y, como adivinando mi
intención, me dice, Pero si quiere le
traigo un poquito de azúcar, y me guiña el ojo.
De
par en par, las puertas se abren de nuevo. La luz se vierte por nuestras
pupilas y lo deforma todo. Alguien intenta otro escape. Corre sobre la madera podrida, se abalanza directamente
sobre las sombras negras y choca contra la explosión de una bala que, como un
gigante muro de contención, hace rebotar el cráneo pesadamente hasta reposar
para siempre sobre el suelo. Un rechinido de abatimiento en la puerta y ese
muerto es invisible de nuevo. Un profundo silencio hace coro al zumbido
timpánico que deja la descarga del arma; al rato, el gran insecto danza y
encuentra la salida, desaparece, se lo extraña.
La
fría y lejana melodía que entona el despertador me localiza dentro del sueño,
me atrapa como si fuese un prófugo y me devuelve a la maqueta diaria. Dentro
del Distrito, todos tenemos funciones asignadas que debemos cumplir a diario,
pero hoy viernes es día para olvidar que estamos encadenados a un sistema como
marionetas, día para darle las gracias por permitirnos ser dueños de nosotros
mismos una noche, ofrendando dinero y embutiéndonos alcohol.
Por un pliegue de la cortina mal cerrada, la
luz gotea sobre mi cara provocando un instante de ceguera que me recuerda al
sueño que acabo de tener mientras una mosca aletea en algún lugar impreciso del
universo, la encuentro, esquiva con ágiles maniobras los objetos de mi
habitación. Permanezco quieto e intento recordar algo más del sueño. Cierro los
ojos y me dejo caer con el peso del sopor hasta llegar a una red tejida con las
palabras: La realidad que te envuelve no
es más que el delirio de tu imaginación, la red se tensa y el rebote me
lanza de nuevo hacia la cama. Una vez ahí, siento que las patas del insecto tantean
mi frente, sube por mi calva hasta un punto indeterminado, se detiene, regresa
hacia las cejas y despega de nuevo.
El
cielo es el interior brillante de una copa que nos mantiene en cautiverio. La luz del sol se filtra por los escasos
espacios que quedan entre los edificios de la ciudad, en la calle apenas se
percibe el calor. A la sensación de aislamiento se suma el rostro inexpresivo
de la gente. Mares de rostros cincelados por la resignación y sumergidos en la
soledad, caminando, haciendo compras, preparan comidas, se dirigen a su casa en
bus, y piensan que todo aquello es natural, que no merece ni siquiera ser
pensado, o quizá ni siquiera piensan en pensarlo.
La puerta se abre, la luz entra e
ilumina a los sobrevivientes, a los últimos rostros expresivos de la ciudad
maqueta. La rutina empieza: el más próximo a la salida se pone de pie y camina
hacia ella, el resto formamos una fila tras su espalda. Es viernes. Salimos de
la celda arreados por una mano invisible que nos conduce a un pasillo; una voz
robótica y andrógina nos dice Que tenga
un buen día, y todos contestamos en coro, Gracias Wendy.
Avanzamos maquinalmente por el pasillo hasta
cruzar otra puerta. Entramos en un compartimiento cúbico que desciende a las
profundidades del laboratorio, es la única vía por la que se llega al infierno.
El compartimiento se detiene, se abren las
puertas como una flor metálica y varios mecanismos de inteligencia
artificial y estúpida confortabilidad se deslizan frente a nosotros desde un
lugar a otro sin lógica. El miedo ya no sorprende, simplemente es parte de la existencia
diaria. Esquivando y evitando saludos innecesarios, atravesamos la última
puerta con la mirada clavada en el suelo. Un aire lleno de tóxicos nos da la
bienvenida al Distrito Metropolitano de Entumecimiento.
Esta
tarde el doctor me ha sugerido que tome un descanso. Físicamente me encuentro
excelente: la rigurosa dieta light me
mantiene sano. Pero, psicológicamente estoy hecho una mierda, tengo un
trastorno por estrés: años de trabajo continuo han convertido mi mente en una
especie de Montaña Rusa, con lentas subidas hacia lo que vendría a ser la
realidad recreada, hasta llegar al
punto de desrealización donde la caída, a más de ser vertiginosa, fractura las
bases del pensamiento y me deja libre hasta estrellarme contra una realidad creada y propia, de la que cada vez me
da menos ganas de salir.
Al llegar a la oficina, he hablado del tema
con Wendy que, con una sonrisa despreocupada, me ha dicho que se encargará de
encontrar un reemplazo, No se preocupe, Descanse,
Lo extrañaré, y otras idioteces más.
Le pregunto si me puede dar un café antes de marcharme, Es mejor que se vaya a casa lo más pronto, querido.
Abandono
la oficina, bajo por el ascensor veintitrés pisos. Salgo por la puerta de
cristal que se abre rápidamente al sentir la violencia con la que vibra mi
alma; camino hacia la plaza que hay a un lado del edificio del que he salido y
me siento sobre una banca que me permite ver cómo ese inmenso monstruo cuadrado
se traga y escupe a la gente; la pesadez del sueño me arrastra inconteniblemente
y tras dos disparos de melatonina, me quedo dormido.
Al despertar, ya casi ha oscurecido.
Nada transita como robot por las calles, Nada nos mira, Nadie se percata de
nuestra presencia, a Nada le molestaría nuestra ausencia ya que con una sonrisa
de hospitalidad, esta banca podría encontrar rápidamente unos sustitutos.
El
jardín es sintético, al igual que las flores, las aves, los insectos; un perro
de cobre me mira desde una esquina, mientras una paloma en pleno vuelo está
detenida sobre él. Hay carteles de advertencia que dicen “Césped Electrificado.
No pisar” y cuando nos revolcamos sobre las plantas con placenteros movimientos
y abrazos, sin sentir nada, viene un guardia con la mano amenazante sobre su
arma y nos dice, Lárguese.
Es medianoche, por fin percibo al
sol rebozar desde el otro lado del planeta mientras la luna me sonríe. La
certeza de no tener empleo nos hace gracia, la idea de estar curados nos
encanta; y nos apretamos en un fuerte abrazo interno que pareciera fundirnos en
una sola fortaleza.
…
Redobla sobre el piso de madera el sonido de
unos pasos acompasados que se aproximan lentamente junto con sus voces, incomprensibles
por los sedantes que aún muerden nuestras células tras las tinieblas; sincronizados
todos, se detienen al borde de un silencio abismal. El chillido de la cerradura
oxidada despierta previene al único ser que habita en la celda, producto de la
fusión; la sombría puerta metálica se abre despacio, de par en par como piernas
satisfechas, gimiendo. Entra la luz. Y por un instante, un oleaje
resplandeciente penetra en el interior de la fría sala del laboratorio de experimentos.
Ya no hay sombras. Se despierta la excitación. El liberador y vivo universo me invita
hacia la existencia de nuevo.
Leo Salas Z