martes, 1 de abril de 2014

Carne de oficina

                                                                                                                  

La Cosa, que aguardaba, me ha dado la voz de alarma, me ha caído encima, se escurre en mí, estoy lleno de ella. La Cosa no es nada, soy yo. La existencia Liberada, desembarazada, refluye sobre mí. Existo.
La Náusea – Jean-Paul Sartre

Redobla sobre el piso de madera el sonido de unos pasos acompasados que se aproximan lentamente junto con sus voces, incomprensibles por los sedantes que aún muerden nuestras células tras las tinieblas; sincronizados todos, se detienen al borde de un silencio abismal. El chillido de la cerradura oxidada despierta a los pocos que concilian el sueño; la invisible puerta metálica se abre despacio de par en par como un dúo de piernas satisfechas, por donde huye velozmente la oscuridad y un oleaje resplandeciente acribilla el interior de la fría sala del laboratorio de experimentos, ahogando a todos.
Las dos grandes sombras de los doctores se imprimen sobre las maderas putrefactas del lugar mientras que sus estelas van definiéndose conforme la luz se vuelve tolerable. El hedor concentrado dentro del cuarto también escapa y una brisa fresca nos besa las narices como lo haría el ánima de una madre enferma, alcanzada por la muerte mientras dormía.
Una de las sombras que está sobre el piso se encoge un poco y nos arroja una bolsa en el centro de la sala. La otra es una estatua que nos mira desde el mundo de material ficticio con sus ojos inquisitivos.
La puerta se cierra, el cerrojo se atranca y tose, la brisa se extingue, la luz se seca y todos los que formamos parte de la celda número veintitrés del laboratorio nos lanzamos impulsados por el hambre en busca desesperada de la bolsa invisible que, antes de ser encontrada, se confundirá con las etéreas manchas rojas que flotan en la negrura de nuestras mentes.

            El sonido del teléfono, rin-rin. Maquinalmente tomo el auricular y escucho una voz que, desde la recepción, me ofrece un café. Alzo la vista como sabiendo a donde y veo a mi secretaria a través de la ventana con el receptor en la mano y sonriéndome. Sí, por favor Wendy, y cuelgo.
No es la primera vez que me quedo dormido en el trabajo, siento un poco de vergüenza, pero no tarda en llegar la calma: respiro un buen rato y a pleno pulmón y me digo ¡qué realismo ha dejado el sueño!
Antes de encontrar el origen de la idea, se me ocurre pensar que detrás de mí no está la maravillosa vista de la capital, que no estoy en un vigésimo tercer piso y que además, la oficina es un montaje escenográfico donde me han arrojado para estudiarme. Giro la silla intentando sorprender a la realidad y el pensamiento se decepciona al enfrentarse con lo mismo desde hace cinco años. Una maqueta o, más bien, un medio de cultivo donde miles de bacterias conscientes se comportan según una naturaleza condicionada, bacterias siendo controladas para evitar que se salgan de control, pero ¿por quién?...
La idea es interrumpida por las esbeltas piernas que la minifalda de mi secretaria permite ver, junto con ellas entra el resto del  cuerpo en un café humeante. Aquí está señor, invisible, como le gusta. Le clavo una mirada interrogante a Wendy, como diciéndole ¿a qué se refiere con “invisible”? Y, como adivinando mi intención, me dice, Pero si quiere le traigo un poquito de azúcar, y me guiña el ojo.
                                                                      
De par en par, las puertas se abren de nuevo. La luz se vierte por nuestras pupilas y lo deforma todo. Alguien intenta otro escape. Corre sobre la  madera podrida, se abalanza directamente sobre las sombras negras y choca contra la explosión de una bala que, como un gigante muro de contención, hace rebotar el cráneo pesadamente hasta reposar para siempre sobre el suelo. Un rechinido de abatimiento en la puerta y ese muerto es invisible de nuevo. Un profundo silencio hace coro al zumbido timpánico que deja la descarga del arma; al rato, el gran insecto danza y encuentra la salida, desaparece, se lo extraña.

La fría y lejana melodía que entona el despertador me localiza dentro del sueño, me atrapa como si fuese un prófugo y me devuelve a la maqueta diaria. Dentro del Distrito, todos tenemos funciones asignadas que debemos cumplir a diario, pero hoy viernes es día para olvidar que estamos encadenados a un sistema como marionetas, día para darle las gracias por permitirnos ser dueños de nosotros mismos una noche, ofrendando dinero y embutiéndonos alcohol.
 Por un pliegue de la cortina mal cerrada, la luz gotea sobre mi cara provocando un instante de ceguera que me recuerda al sueño que acabo de tener mientras una mosca aletea en algún lugar impreciso del universo, la encuentro, esquiva con ágiles maniobras los objetos de mi habitación. Permanezco quieto e intento recordar algo más del sueño. Cierro los ojos y me dejo caer con el peso del sopor hasta llegar a una red tejida con las palabras: La realidad que te envuelve no es más que el delirio de tu imaginación, la red se tensa y el rebote me lanza de nuevo hacia la cama. Una vez ahí, siento que las patas del insecto tantean mi frente, sube por mi calva hasta un punto indeterminado, se detiene, regresa hacia las cejas y despega de nuevo.
El cielo es el interior brillante de una copa que nos mantiene en cautiverio.  La luz del sol se filtra por los escasos espacios que quedan entre los edificios de la ciudad, en la calle apenas se percibe el calor. A la sensación de aislamiento se suma el rostro inexpresivo de la gente. Mares de rostros cincelados por la resignación y sumergidos en la soledad, caminando, haciendo compras, preparan comidas, se dirigen a su casa en bus, y piensan que todo aquello es natural, que no merece ni siquiera ser pensado, o quizá ni siquiera piensan en pensarlo.

            La puerta se abre, la luz entra e ilumina a los sobrevivientes, a los últimos rostros expresivos de la ciudad maqueta. La rutina empieza: el más próximo a la salida se pone de pie y camina hacia ella, el resto formamos una fila tras su espalda. Es viernes. Salimos de la celda arreados por una mano invisible que nos conduce a un pasillo; una voz robótica y andrógina nos dice Que tenga un buen día, y todos contestamos en coro, Gracias Wendy.
 Avanzamos maquinalmente por el pasillo hasta cruzar otra puerta. Entramos en un compartimiento cúbico que desciende a las profundidades del laboratorio, es la única vía por la que se llega al infierno. El compartimiento se detiene, se abren las  puertas como una flor metálica y varios mecanismos de inteligencia artificial y estúpida confortabilidad se deslizan frente a nosotros desde un lugar a otro sin lógica. El miedo ya no sorprende, simplemente es parte de la existencia diaria. Esquivando y evitando saludos innecesarios, atravesamos la última puerta con la mirada clavada en el suelo. Un aire lleno de tóxicos nos da la bienvenida al Distrito Metropolitano de Entumecimiento.

Esta tarde el doctor me ha sugerido que tome un descanso. Físicamente me encuentro excelente: la rigurosa dieta light me mantiene sano. Pero, psicológicamente estoy hecho una mierda, tengo un trastorno por estrés: años de trabajo continuo han convertido mi mente en una especie de Montaña Rusa, con lentas subidas hacia lo que vendría a ser la realidad recreada, hasta llegar al punto de desrealización donde la caída, a más de ser vertiginosa, fractura las bases del pensamiento y me deja libre hasta estrellarme contra una realidad creada y propia, de la que cada vez me da menos ganas de salir.
 Al llegar a la oficina, he hablado del tema con Wendy que, con una sonrisa despreocupada, me ha dicho que se encargará de encontrar un reemplazo, No se preocupe, Descanse, Lo extrañaré,  y otras idioteces más. Le pregunto si me puede dar un café antes de marcharme, Es mejor que se vaya a casa lo más pronto, querido.
Abandono la oficina, bajo por el ascensor veintitrés pisos. Salgo por la puerta de cristal que se abre rápidamente al sentir la violencia con la que vibra mi alma; camino hacia la plaza que hay a un lado del edificio del que he salido y me siento sobre una banca que me permite ver cómo ese inmenso monstruo cuadrado se traga y escupe a la gente; la pesadez del sueño me arrastra inconteniblemente y tras dos disparos de melatonina, me quedo dormido.
            Al despertar, ya casi ha oscurecido. Nada transita como robot por las calles, Nada nos mira, Nadie se percata de nuestra presencia, a Nada le molestaría nuestra ausencia ya que con una sonrisa de hospitalidad, esta banca podría encontrar rápidamente unos sustitutos.
El jardín es sintético, al igual que las flores, las aves, los insectos; un perro de cobre me mira desde una esquina, mientras una paloma en pleno vuelo está detenida sobre él. Hay carteles de advertencia que dicen “Césped Electrificado. No pisar” y cuando nos revolcamos sobre las plantas con placenteros movimientos y abrazos, sin sentir nada, viene un guardia con la mano amenazante sobre su arma y nos dice, Lárguese.

            Es medianoche, por fin percibo al sol rebozar desde el otro lado del planeta mientras la luna me sonríe. La certeza de no tener empleo nos hace gracia, la idea de estar curados nos encanta; y nos apretamos en un fuerte abrazo interno que pareciera fundirnos en una sola fortaleza.

 Redobla sobre el piso de madera el sonido de unos pasos acompasados que se aproximan lentamente junto con sus voces, incomprensibles por los sedantes que aún muerden nuestras células tras las tinieblas; sincronizados todos, se detienen al borde de un silencio abismal. El chillido de la cerradura oxidada despierta previene al único ser que habita en la celda, producto de la fusión; la sombría puerta metálica se abre despacio, de par en par como piernas satisfechas, gimiendo. Entra la luz. Y por un instante, un oleaje resplandeciente penetra en el interior de la fría sala del laboratorio de experimentos. Ya no hay sombras. Se despierta la excitación. El liberador y vivo universo me invita hacia la existencia de nuevo.



Leo Salas Z