martes, 4 de febrero de 2014

Dios rasca nuestras almas venéreas




Poco importan las buenas o malas cosas que el remoto pasado te haya invitado a vivir si en este preciso instante (mismo instante en el que el universo sigue expandiéndose mucho más allá de lo que las quinientas mil billones de sinapsis cerebrales  puedan dibujar dentro del espacio vacío que antecede al pensamiento) sientes un espacio silencioso donde antes había un alboroto, un festín, una orgía de emociones, sueños, pensamientos, anhelos, deseos y porqué no, una que otra perversión.

Ni el caro payaso en la fiesta de cumpleaños, ni el televisor nuevo, ni los inocentes traumas que con tanto amor nuestros padres siembran en nosotros y que luego se convertirán en monstruos cancerígenos que nos guardan en la seguridad de una sucia y putrefacta celda social donde tendremos que aferrarnos, porque afuera es muy peligroso y más que eso, porque el miedo se ha convertido en la principal arma con la que uno se defiende de la vida, de la maravillosa vida que solo viene a por nosotros para entregarnos besos, caricias, paisajes, aromas, colores, contactos, cuerpos, amantes, orgasmos; viene y se entrega entera, desnuda y virgen a todos nosotros, ¿no la sientes acaso? Ni los viajes, ni los recuerdos, ni los likes en el facebook, ni las fotos que jamás envejecerán ni adquirirán nostalgia en los álbumes virtuales del internet, serán objeto que logren ahuyentar el miedo de no escuchar esa fiesta en nuestro interior.

El cuerpo poco a poco va perdiendo su divinidad, su trascendencia, su origen intergaláctico y universal y se trasforma en una sucesión de formas que cambian constantemente y que te vuelven más pesado, más rígido, más grueso: capas y capas de grasa que se interponen entre el brillante interior que guardas en el ser y tú. Te vuelves una panza que no deja de crecer, unas piernas atrofiadas por la inmovilidad de las ocho horas de trabajo y en unos ojos cansados que lo único que buscan es refugiarse detrás de los párpados el mayor tiempo posible del día para no mirar el infierno que los rodea.

El alma, espíritu, energía, ninfa o hálito de Dios, aquello vertiginosamente hermoso y bueno que guardamos dentro, queda de pronto enterrado en un sin número de creencias, suposiciones, pensamientos enfermizos que nos ciegan constantemente y nos alejan del ser divino que nos acompaña dentro desde que nacemos.

La cantidad de posibilidades que te presenta la sociedad para que escojas un camino, podría hacernos creer que en realidad somos libres de ser quienes queremos ser, es decir, que tenemos libre albedrío o que podemos vivir nuestras vidas en equilibrio con lo material. Y si se me permite, ésta, al igual que las otras máscaras de presentación nos muestran desde que somos pequeños para que nos sintamos parte de la civilización, son una tremenda necesidad que necesita ser expurgada de nuestras vidas.

Lo que se hace llamar Vida jamás podrá pertenecer a ninguna clase de categorización absurda donde exista el equilibrio entre algo que es absolutamente divino y algo que es absolutamente mundano. Pretender que nuestra alma se acostumbre o se adapte a la miseria en la que la civilización se ha convertido, es intentar desprestigiar o despreciar de la manera más absoluta el regalo de Dios, la vida. Es por eso que dentro del sistema actual no se puede de ninguna forma llegar a encajar a través de conceptos convencionalizados dentro de un aparato del que no somos más que pequeñas evidencias de existencias en costosas lápidas de cementerios donde los muertos tienen la capacidad de despertarse cada mañana, deambular por la ciudad y en la noche volver a dormirse y pretender como si nada.

Existe un malestar general en mí, parecida a una picazón que se desplaza por todo mi interior: del párpado derecho hacia el cuello, desde el cuello hacia la rodilla izquierda, desde ésta hacia el pulmón, riñón, intestinos, próstata, cerebro… y así hasta que llega a mi alma y me pica el alma y el único que puede rascarla es Dios. Pero Dios no se encuentra entre los edificios, en la universidad, en el trabajo, en el cine, en los centros comerciales; Dios no está en ninguno de esos lugares porque he ido buscándolo en todos los lugares donde el resto de seres humanos está contento de estar. Lo he buscado en fiestas, en caídas, en reuniones de amigos, en prostíbulos, en psiquiatras, en bancos, en todo lugar donde la gente se siente con la necesidad de ir, y al no encontrarlo me pregunto, ¿qué es todo lo que esta gente ciega busca?

Dios ha rascado mi alma tiernamente unas cuantas veces y todas ellas han sido en soledad y lejos de cualquier referente conocido o antes visitado. Esto quiere decir que de cierta forma la picazón va emparentándose a mí y va cavando interiores hasta encontrarse con el alma y provocarla, como una enfermedad, contaminarla; ciertamente esa picazón es el presente citadino que tan difícil es tolerar, ese ambiente que lo denigra y degenera todo y del que todos han intentado durante más de dos mil años encontrarle una explicación a través del conocimiento y entre más respuestas encuentran, más preguntas salen, y así hasta lograr desvanecer ese picazón que sienten por dentro, ese picazón que se parece más bien a una frustración de que a pesar de que gozan sus vidas, algo les falta, siempre habrá algo que motive la curiosidad del ser humano, algo que siempre quieren encontrar afuera: respuestas, pero considero que todas las respuestas están dentro, porque a pesar de que hace miles años no se sabía nada de lo que ahora se sabe, logramos tejer nuestra existencia con el hilo de la evolución, preservando el entorno de cierta manera cuidándolo, sin embargo ahora, al parecer, sucede todo lo contrario.

Leo Salas Z