martes, 2 de marzo de 2010

airoso


Airoso salí del sueño que tuve esta tarde, en el sillón de mi casa, el más grande, y bajo un ventanal por donde entraba el sol del atardecer y me calentaba media parte del cuerpo; tal vez fue por eso que soñé con aquello, me refiero al frio que había en mi cerebro. Gélidas conexiones cerebrales.


De pronto estuve en un cuarto, con varios amigos, y unas hormigas gigantes pululaban y parloteaban colgadas del techo, ahora que recuerdo bien, incluso los muebles del cuarto, es decir la cama, el velador, los aparadores y demás cosas que no he visto nunca, estaban todas de revés, pegadas en el techo o puestas en el suelo.
Había una gran euforia entre mis amigos y yo, a tal punto de ver las imágenes desdoblarse y sentir perderme en un estallido de ondas que rodeaban la habitación con cada risotada y jolgorio. Creo haber estado soñando que me encontraba bajo el efecto de una droga: las palabras repetidas que se entrecortaban para transponerse a sí mismas en un espiral infinito de incoherencias, las apariciones detrás de una puerta, con intensiones de sorprender a alguien, pero aparentemente éramos invisibles y después de un rato volvía a entrar, después de salir. Los reductos nocturnos a los cuales salía sin intenciones de saber un camino a algún lado; el tipo escondido en un basurero, un poli, que decía - lárgate, antes de que te pegue un tiro, estoy bien escondidito - (el culpable de esta deformación del pensamiento fue Burroughs) las escaleras en espiral que llegaban después de mucho a un rellano donde estaba una vieja vestida de verde con una vela en las manos, a la que soplaba con la fuerza precisa para no apagarlo solo hacer detonaciones de luz en el espacio sepia, con su aliento a todo gas lleno de pobres gases. Pobres. Luego el rebaño de ovejas que bajaban a toda prisa, como las que bajan por las laderas del Quilotoa para tomar agua sulfurada a las orilla del lago, y detrás de ellas los escalones se partían y se descolgaban de sus supuestos soportes. Después, caer y caer hasta el sofá donde me había dormido, y despertarme sin ni siquiera haberme movido ni un centímetro y dos horas después, que con ganas de ver el atardecer, me acosté.

Creo que si fuera empleado en un mundo onírico, preparando el escenario para cada actante, sería, sin lugar a duda, un hombre feliz.

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