miércoles, 27 de agosto de 2014

La demencia, la luna y tu viaje



La luna te provoca un viaje interestelar esta noche. Cierras las dos órbitas que atrapan y te abres al fluir de la galáctica, de la libre, de la que orbita todo tu ser. Te centras una vez más en las sensaciones del preciso instante, telaraña que aprieta cada uno de los sentidos que te constituyen la existencia. Entonces, crees poder apagar las turbinas que mantienen viva la representación de la realidad cotidiana, y utilizar ese combustible desperdiciado para descender por el vacío tan necesario y cálido, tan entrañable en una noche como esta, donde la luna te perfora los parpados de ambos ojos con su predecible luz blanca y se deslizará inquieta y rutilante hacia el alineamiento carmín. Sol. Tierra. Luna. Línea recta por donde se colarán cada una de las pulsiones más primitivas que habitan tu ser.

De pronto, ese pensamiento fútil que hace solo unos instantes volaba molestando como mosca atrapada en la habitación de tu mente, se ha trasformado en olor a carne cruda, tan brutal qué la sientes palpitar. El irrefrenable zumbido que hace unos momentos habitaba tu cerebro se ha trasformado en un aroma que se convoca en  la superficie de la cama. Danza trémula sobre ella. Intenta escaparse de la inmaterialidad a la que le subyuga la imaginación, para volverse tangible, física, cálida, lunar.

Lo logra.

Destellan las partes del cuerpo en medio de la consonancia habitual: dos senos se refriegan sobre la almohada queriendo encontrar el vestigio de tu boca, el esbozo de un par de piernas corre sobre las paredes persiguiendo las caricias que por ellas se hallan repartidas, y cuando llegan al techo, se acoplan con la cadera que yace cerca de la bombilla esperando el desgarro y  otro tipo de alumbramiento.

Mientras te preguntas cómo puedes ser parte de esto, el cuarto se ha trasformado en un laboratorio alquímico donde la Nada asume un estado ubicuo que se recrea a través de ancestrales instintos despertados por una luna que promete ser roja. Eres el lobo, la loba, que la mira por primera vez y aúlla mientras su corazón hace un esfuerzo por alcanzarla y morderla. Eres la laguna que se siente infecta de sangre mientras el viento calma la turbación con caricias invisibles. Eres el mago, la maga, que habita dentro de cada corazón, trasformando el aliento en pócima amatoria con cada palabra que emerge de tu ser.  

La que fuera hasta este instante cama de bellas adormecidas, ahora se complace en ser una especie de estación astral que recibe a tu locura expresada en máxima expresión e intensidad tras haber deshilado, sin enredarte en ella, la compleja trama de la realidad.
Entonces te percatas que sobre tu cama se emplaza un cuerpo sublime, brillante, excelso, que viene atravesando grandes distancias desde lo más profundo de tu universo, desde otros tiempos, dimensiones, representaciones; desde un estado psicotrópico inducido por la algarabía que te invade cuando en el cielo, encallada, se menea una luna que esta noche te menstruará su luz.

Ambas, cuerpo y luna,  te miran desde la certidumbre de haber sido creada desde cero. Con la mente limpia y dispuesto a la entrega total, sin prejuicios ni estructuras de pensamiento que puedan catalogar su presencia como buena o mala. Carne. Tú. Luna. Sientes que el equilibrio te convence. En pocas horas, algo se posicionará de tal manera que todo el universo se complacerá en aquella cama.

Leo Salas Z

martes, 1 de abril de 2014

Carne de oficina

                                                                                                                  

La Cosa, que aguardaba, me ha dado la voz de alarma, me ha caído encima, se escurre en mí, estoy lleno de ella. La Cosa no es nada, soy yo. La existencia Liberada, desembarazada, refluye sobre mí. Existo.
La Náusea – Jean-Paul Sartre

Redobla sobre el piso de madera el sonido de unos pasos acompasados que se aproximan lentamente junto con sus voces, incomprensibles por los sedantes que aún muerden nuestras células tras las tinieblas; sincronizados todos, se detienen al borde de un silencio abismal. El chillido de la cerradura oxidada despierta a los pocos que concilian el sueño; la invisible puerta metálica se abre despacio de par en par como un dúo de piernas satisfechas, por donde huye velozmente la oscuridad y un oleaje resplandeciente acribilla el interior de la fría sala del laboratorio de experimentos, ahogando a todos.
Las dos grandes sombras de los doctores se imprimen sobre las maderas putrefactas del lugar mientras que sus estelas van definiéndose conforme la luz se vuelve tolerable. El hedor concentrado dentro del cuarto también escapa y una brisa fresca nos besa las narices como lo haría el ánima de una madre enferma, alcanzada por la muerte mientras dormía.
Una de las sombras que está sobre el piso se encoge un poco y nos arroja una bolsa en el centro de la sala. La otra es una estatua que nos mira desde el mundo de material ficticio con sus ojos inquisitivos.
La puerta se cierra, el cerrojo se atranca y tose, la brisa se extingue, la luz se seca y todos los que formamos parte de la celda número veintitrés del laboratorio nos lanzamos impulsados por el hambre en busca desesperada de la bolsa invisible que, antes de ser encontrada, se confundirá con las etéreas manchas rojas que flotan en la negrura de nuestras mentes.

            El sonido del teléfono, rin-rin. Maquinalmente tomo el auricular y escucho una voz que, desde la recepción, me ofrece un café. Alzo la vista como sabiendo a donde y veo a mi secretaria a través de la ventana con el receptor en la mano y sonriéndome. Sí, por favor Wendy, y cuelgo.
No es la primera vez que me quedo dormido en el trabajo, siento un poco de vergüenza, pero no tarda en llegar la calma: respiro un buen rato y a pleno pulmón y me digo ¡qué realismo ha dejado el sueño!
Antes de encontrar el origen de la idea, se me ocurre pensar que detrás de mí no está la maravillosa vista de la capital, que no estoy en un vigésimo tercer piso y que además, la oficina es un montaje escenográfico donde me han arrojado para estudiarme. Giro la silla intentando sorprender a la realidad y el pensamiento se decepciona al enfrentarse con lo mismo desde hace cinco años. Una maqueta o, más bien, un medio de cultivo donde miles de bacterias conscientes se comportan según una naturaleza condicionada, bacterias siendo controladas para evitar que se salgan de control, pero ¿por quién?...
La idea es interrumpida por las esbeltas piernas que la minifalda de mi secretaria permite ver, junto con ellas entra el resto del  cuerpo en un café humeante. Aquí está señor, invisible, como le gusta. Le clavo una mirada interrogante a Wendy, como diciéndole ¿a qué se refiere con “invisible”? Y, como adivinando mi intención, me dice, Pero si quiere le traigo un poquito de azúcar, y me guiña el ojo.
                                                                      
De par en par, las puertas se abren de nuevo. La luz se vierte por nuestras pupilas y lo deforma todo. Alguien intenta otro escape. Corre sobre la  madera podrida, se abalanza directamente sobre las sombras negras y choca contra la explosión de una bala que, como un gigante muro de contención, hace rebotar el cráneo pesadamente hasta reposar para siempre sobre el suelo. Un rechinido de abatimiento en la puerta y ese muerto es invisible de nuevo. Un profundo silencio hace coro al zumbido timpánico que deja la descarga del arma; al rato, el gran insecto danza y encuentra la salida, desaparece, se lo extraña.

La fría y lejana melodía que entona el despertador me localiza dentro del sueño, me atrapa como si fuese un prófugo y me devuelve a la maqueta diaria. Dentro del Distrito, todos tenemos funciones asignadas que debemos cumplir a diario, pero hoy viernes es día para olvidar que estamos encadenados a un sistema como marionetas, día para darle las gracias por permitirnos ser dueños de nosotros mismos una noche, ofrendando dinero y embutiéndonos alcohol.
 Por un pliegue de la cortina mal cerrada, la luz gotea sobre mi cara provocando un instante de ceguera que me recuerda al sueño que acabo de tener mientras una mosca aletea en algún lugar impreciso del universo, la encuentro, esquiva con ágiles maniobras los objetos de mi habitación. Permanezco quieto e intento recordar algo más del sueño. Cierro los ojos y me dejo caer con el peso del sopor hasta llegar a una red tejida con las palabras: La realidad que te envuelve no es más que el delirio de tu imaginación, la red se tensa y el rebote me lanza de nuevo hacia la cama. Una vez ahí, siento que las patas del insecto tantean mi frente, sube por mi calva hasta un punto indeterminado, se detiene, regresa hacia las cejas y despega de nuevo.
El cielo es el interior brillante de una copa que nos mantiene en cautiverio.  La luz del sol se filtra por los escasos espacios que quedan entre los edificios de la ciudad, en la calle apenas se percibe el calor. A la sensación de aislamiento se suma el rostro inexpresivo de la gente. Mares de rostros cincelados por la resignación y sumergidos en la soledad, caminando, haciendo compras, preparan comidas, se dirigen a su casa en bus, y piensan que todo aquello es natural, que no merece ni siquiera ser pensado, o quizá ni siquiera piensan en pensarlo.

            La puerta se abre, la luz entra e ilumina a los sobrevivientes, a los últimos rostros expresivos de la ciudad maqueta. La rutina empieza: el más próximo a la salida se pone de pie y camina hacia ella, el resto formamos una fila tras su espalda. Es viernes. Salimos de la celda arreados por una mano invisible que nos conduce a un pasillo; una voz robótica y andrógina nos dice Que tenga un buen día, y todos contestamos en coro, Gracias Wendy.
 Avanzamos maquinalmente por el pasillo hasta cruzar otra puerta. Entramos en un compartimiento cúbico que desciende a las profundidades del laboratorio, es la única vía por la que se llega al infierno. El compartimiento se detiene, se abren las  puertas como una flor metálica y varios mecanismos de inteligencia artificial y estúpida confortabilidad se deslizan frente a nosotros desde un lugar a otro sin lógica. El miedo ya no sorprende, simplemente es parte de la existencia diaria. Esquivando y evitando saludos innecesarios, atravesamos la última puerta con la mirada clavada en el suelo. Un aire lleno de tóxicos nos da la bienvenida al Distrito Metropolitano de Entumecimiento.

Esta tarde el doctor me ha sugerido que tome un descanso. Físicamente me encuentro excelente: la rigurosa dieta light me mantiene sano. Pero, psicológicamente estoy hecho una mierda, tengo un trastorno por estrés: años de trabajo continuo han convertido mi mente en una especie de Montaña Rusa, con lentas subidas hacia lo que vendría a ser la realidad recreada, hasta llegar al punto de desrealización donde la caída, a más de ser vertiginosa, fractura las bases del pensamiento y me deja libre hasta estrellarme contra una realidad creada y propia, de la que cada vez me da menos ganas de salir.
 Al llegar a la oficina, he hablado del tema con Wendy que, con una sonrisa despreocupada, me ha dicho que se encargará de encontrar un reemplazo, No se preocupe, Descanse, Lo extrañaré,  y otras idioteces más. Le pregunto si me puede dar un café antes de marcharme, Es mejor que se vaya a casa lo más pronto, querido.
Abandono la oficina, bajo por el ascensor veintitrés pisos. Salgo por la puerta de cristal que se abre rápidamente al sentir la violencia con la que vibra mi alma; camino hacia la plaza que hay a un lado del edificio del que he salido y me siento sobre una banca que me permite ver cómo ese inmenso monstruo cuadrado se traga y escupe a la gente; la pesadez del sueño me arrastra inconteniblemente y tras dos disparos de melatonina, me quedo dormido.
            Al despertar, ya casi ha oscurecido. Nada transita como robot por las calles, Nada nos mira, Nadie se percata de nuestra presencia, a Nada le molestaría nuestra ausencia ya que con una sonrisa de hospitalidad, esta banca podría encontrar rápidamente unos sustitutos.
El jardín es sintético, al igual que las flores, las aves, los insectos; un perro de cobre me mira desde una esquina, mientras una paloma en pleno vuelo está detenida sobre él. Hay carteles de advertencia que dicen “Césped Electrificado. No pisar” y cuando nos revolcamos sobre las plantas con placenteros movimientos y abrazos, sin sentir nada, viene un guardia con la mano amenazante sobre su arma y nos dice, Lárguese.

            Es medianoche, por fin percibo al sol rebozar desde el otro lado del planeta mientras la luna me sonríe. La certeza de no tener empleo nos hace gracia, la idea de estar curados nos encanta; y nos apretamos en un fuerte abrazo interno que pareciera fundirnos en una sola fortaleza.

 Redobla sobre el piso de madera el sonido de unos pasos acompasados que se aproximan lentamente junto con sus voces, incomprensibles por los sedantes que aún muerden nuestras células tras las tinieblas; sincronizados todos, se detienen al borde de un silencio abismal. El chillido de la cerradura oxidada despierta previene al único ser que habita en la celda, producto de la fusión; la sombría puerta metálica se abre despacio, de par en par como piernas satisfechas, gimiendo. Entra la luz. Y por un instante, un oleaje resplandeciente penetra en el interior de la fría sala del laboratorio de experimentos. Ya no hay sombras. Se despierta la excitación. El liberador y vivo universo me invita hacia la existencia de nuevo.



Leo Salas Z

martes, 4 de febrero de 2014

Dios rasca nuestras almas venéreas




Poco importan las buenas o malas cosas que el remoto pasado te haya invitado a vivir si en este preciso instante (mismo instante en el que el universo sigue expandiéndose mucho más allá de lo que las quinientas mil billones de sinapsis cerebrales  puedan dibujar dentro del espacio vacío que antecede al pensamiento) sientes un espacio silencioso donde antes había un alboroto, un festín, una orgía de emociones, sueños, pensamientos, anhelos, deseos y porqué no, una que otra perversión.

Ni el caro payaso en la fiesta de cumpleaños, ni el televisor nuevo, ni los inocentes traumas que con tanto amor nuestros padres siembran en nosotros y que luego se convertirán en monstruos cancerígenos que nos guardan en la seguridad de una sucia y putrefacta celda social donde tendremos que aferrarnos, porque afuera es muy peligroso y más que eso, porque el miedo se ha convertido en la principal arma con la que uno se defiende de la vida, de la maravillosa vida que solo viene a por nosotros para entregarnos besos, caricias, paisajes, aromas, colores, contactos, cuerpos, amantes, orgasmos; viene y se entrega entera, desnuda y virgen a todos nosotros, ¿no la sientes acaso? Ni los viajes, ni los recuerdos, ni los likes en el facebook, ni las fotos que jamás envejecerán ni adquirirán nostalgia en los álbumes virtuales del internet, serán objeto que logren ahuyentar el miedo de no escuchar esa fiesta en nuestro interior.

El cuerpo poco a poco va perdiendo su divinidad, su trascendencia, su origen intergaláctico y universal y se trasforma en una sucesión de formas que cambian constantemente y que te vuelven más pesado, más rígido, más grueso: capas y capas de grasa que se interponen entre el brillante interior que guardas en el ser y tú. Te vuelves una panza que no deja de crecer, unas piernas atrofiadas por la inmovilidad de las ocho horas de trabajo y en unos ojos cansados que lo único que buscan es refugiarse detrás de los párpados el mayor tiempo posible del día para no mirar el infierno que los rodea.

El alma, espíritu, energía, ninfa o hálito de Dios, aquello vertiginosamente hermoso y bueno que guardamos dentro, queda de pronto enterrado en un sin número de creencias, suposiciones, pensamientos enfermizos que nos ciegan constantemente y nos alejan del ser divino que nos acompaña dentro desde que nacemos.

La cantidad de posibilidades que te presenta la sociedad para que escojas un camino, podría hacernos creer que en realidad somos libres de ser quienes queremos ser, es decir, que tenemos libre albedrío o que podemos vivir nuestras vidas en equilibrio con lo material. Y si se me permite, ésta, al igual que las otras máscaras de presentación nos muestran desde que somos pequeños para que nos sintamos parte de la civilización, son una tremenda necesidad que necesita ser expurgada de nuestras vidas.

Lo que se hace llamar Vida jamás podrá pertenecer a ninguna clase de categorización absurda donde exista el equilibrio entre algo que es absolutamente divino y algo que es absolutamente mundano. Pretender que nuestra alma se acostumbre o se adapte a la miseria en la que la civilización se ha convertido, es intentar desprestigiar o despreciar de la manera más absoluta el regalo de Dios, la vida. Es por eso que dentro del sistema actual no se puede de ninguna forma llegar a encajar a través de conceptos convencionalizados dentro de un aparato del que no somos más que pequeñas evidencias de existencias en costosas lápidas de cementerios donde los muertos tienen la capacidad de despertarse cada mañana, deambular por la ciudad y en la noche volver a dormirse y pretender como si nada.

Existe un malestar general en mí, parecida a una picazón que se desplaza por todo mi interior: del párpado derecho hacia el cuello, desde el cuello hacia la rodilla izquierda, desde ésta hacia el pulmón, riñón, intestinos, próstata, cerebro… y así hasta que llega a mi alma y me pica el alma y el único que puede rascarla es Dios. Pero Dios no se encuentra entre los edificios, en la universidad, en el trabajo, en el cine, en los centros comerciales; Dios no está en ninguno de esos lugares porque he ido buscándolo en todos los lugares donde el resto de seres humanos está contento de estar. Lo he buscado en fiestas, en caídas, en reuniones de amigos, en prostíbulos, en psiquiatras, en bancos, en todo lugar donde la gente se siente con la necesidad de ir, y al no encontrarlo me pregunto, ¿qué es todo lo que esta gente ciega busca?

Dios ha rascado mi alma tiernamente unas cuantas veces y todas ellas han sido en soledad y lejos de cualquier referente conocido o antes visitado. Esto quiere decir que de cierta forma la picazón va emparentándose a mí y va cavando interiores hasta encontrarse con el alma y provocarla, como una enfermedad, contaminarla; ciertamente esa picazón es el presente citadino que tan difícil es tolerar, ese ambiente que lo denigra y degenera todo y del que todos han intentado durante más de dos mil años encontrarle una explicación a través del conocimiento y entre más respuestas encuentran, más preguntas salen, y así hasta lograr desvanecer ese picazón que sienten por dentro, ese picazón que se parece más bien a una frustración de que a pesar de que gozan sus vidas, algo les falta, siempre habrá algo que motive la curiosidad del ser humano, algo que siempre quieren encontrar afuera: respuestas, pero considero que todas las respuestas están dentro, porque a pesar de que hace miles años no se sabía nada de lo que ahora se sabe, logramos tejer nuestra existencia con el hilo de la evolución, preservando el entorno de cierta manera cuidándolo, sin embargo ahora, al parecer, sucede todo lo contrario.

Leo Salas Z

miércoles, 8 de enero de 2014

La lluvia es un cuerpo que se derrama

     

La ciudad es como un estado mental desagradable e invasivo. Entre mejor se siente uno internamente, más fácil es percatarse de lo que sucede fuera de la mente: todo no es más que lo justo y necesario, la condena, lo específicamente crucial, brutal, algo que no podría de ser de otra manera.

    A pesar de que la lluvia llega pacientemente, gota por gota, a cada espacio del concreto que lo invisibilizan todo, el agua no alimenta nada, mujer. Lo único que nace en el cemento es la evidencia de cuan insípido y gris es el camino por donde todos, todas, avanzamos.
    Nena, podrías preguntarle a esa matrona negro vestida, de pálidos besos, y que cada noche cobija con frío el alma cuando no se puede dormir, por qué son tan vacíos lo días en los que has desaparecido con la facilidad de espectro o fantasma; de pronto no te halló por ningún lado, ni en el bosque ni adentro mío. 

     Un parpadeo que es imperceptible, porque nadie más que el universo me está viendo, me regresa al camino. Engreír de la mente mientras miras por la ventana es tan fácil cuando vives en un lugar alto, incluso podría considerarse una estafa. Sin embargo, qué es aquello que ofrece esa gran ventana desde la que miro y escribo para activar el circuito mental que transfigura, trastorna, todo: la intersección de dos grandes calles, Toledo y Madrid, un semáforo motivado por el retraso de los apurados, pitan, cientos de automóviles, vienen y van, ningún lugar, edificios altos, varios, años 80, algunos contemporáneos, casas con tejados, historias guardan, quizá nunca sean contadas o quizá sí, esta tarde, puede ser, animarse un poco, más, hasta sentir aquel desenfreno vital por empezar a tragarse todo lo que observo, digerirlo en ácidas convulsiones cerebrales,  vomitarlo como flores.

      Para esto, el interludio mujer: calentar un poco estos dedos rígidos de afirmarse con caricias, manos que no se acostumbran a tocar una máquina muerta después de tecleado con amor y paciencia cada hectárea de tu cuerpo, dibujando, sembrando irrigando, penetrando, cavando, destilando, hozando. Suave y fresca substancia viscosa que dices no tiene sabor o, más bien, que tiene buen sabor o un sabor extraño, pero no es feo o simplemente que sabe a ti en mí o a mí en ti. 

     Miembro erecto que tardo en reconocer como mío debido a la fuerza del pensamiento que se estampa en el infinito y hacia dentro, engulles en tu boca. Pequeña pez que ha sido atrapada por una estaca de carne inflamada se retuerce de placer al comprender que poco a poco ésta irá expandiéndose sin dirección, en tu interior, para terminar empalándote las entrañas. La cama es un gran océano donde estamos solos nena, yo el pescador y tú la mejor de las presas de esta mañana, de esta tarde, de esta noche o mejor de todas, de todos.

     El azul asfixia te sienta bien, intentando respirar por la nariz, intentando meter más profundamente mi pene expandiendo la glotis, haciendo esfuerzos para no vomitarme encima, porque tu úvula, ya emputada, ha empezado a quejarse de por qué te metes cosas tan gruesas y duras en la boca. Pero sin embargo tú, aferrada succión, me ves con los ojos entrecerrados, como si cerrar los párpados ayudara en algo a tu garganta, me ves como me vería un pez que no encontró el amor y que está a punto de morir, como diciéndome, si me vas a matar que sea para siempre.

     Un segundo antes de finalizarle la vida con una estocada digna de matador: pequeño impulso a mis caderas, mano sobre su cabeza, inyección de sangre cavernosa, ella presiente el fin y se lo saca de la boca con una bocanada de aire inmensa que se traduce en un ligero alarido, que no es más que una distracción a su cerebro para lanzarse como fiera sobre mis testículos: ambos la intuyen cerca, como si estuvieran paseando en medio de una oscura y profunda selva y, de pronto, sienten la presencia de una bestia que los asecha. Ambos la intuyen pero ni el grande y mucho menos el chiquito, están preparados para su boca exigente y amenazadora, que los besa y los succiona como si quisiera recuperar algo que ellos te han robado, como vengándose de los suyos que no se desarrollaron.

     De su boca escapa furiosa una anguila eléctrica que nada entre mis piernas, entre mis nalgas, y que se descarga sobre un pequeño sector en el centro de mi cuerpo. La explosión energética hace que se me contraiga cada uno de los músculos hasta quedar en rigor mortis.      Se siente la contracción eterna, la última. En este momento, si lo consiguiera, te despedazaría, no por perversión sino por autodefensa.

Veo como amaneces de entre mis piernas, como te renuevas, como creces con una mirada de niña asustada y excitada. Tus nalgas en el fondo, dibujan dos montañas de carne. 
     “Estás bien mi amor”, lo dices sin decir nada. “Sigue”, te digo con un espasmo del meñique del pie en tu nalga. Y me abandono inconscientemente a ti, a tus besos, a tu cuerpo, a tu tacto, a tu deleite, al placer que buscas y al placer que ofreces. “No pares”. Arrodillada entre mis piernas abiertas, eres solo dorso. Me pregunto, dónde están sus piernas, quiero tocarlas, quiero besarlas, quiero saber que no escaparon del encuentro, que no tienen miedo. Que ambos a pesar de estar seguros de esto, también estamos preparados hace años, millones tal vez, para este encuentro.

     La intensión de buscar un pensamiento racional dentro de mi cabeza que permita constatar mi cordura, se alivia al encontrar solo formas que se dibujan y desdibujan en tu presencia. El techo del cuarto ha pasado a ser suelo, y el suelo es una pared y la ventana por la que ahora mismo miro la ciudad que escapa de sí misma, es el lienzo donde poco a poco vamos dibujando el amor con nuestros alientos: sitio de encuentro donde ambos confluyen como invisibles moscas atrapadas dentro de un lugar cerrado, la trasparencia es la salida al cálido cielo, y  el frío de la ventana, la mano que las imprime en cautiverio rectangular del que más tarde escribiré. Los nuevos alientos que saben del proceso y se sienten excitados de ir juntos hacia la muerte, nos contagian; la máquina se acelera y pasamos a ser máquinas impacientes por fabricar hálitos que nos evidencien.

     Por fin veo tus piernas y las beso, empotras tu cuerpo de piel sirena sobre el mío. Tú de revés, yo de revés, el mundo entero se contorsiona para encajar mi pene en tu boca nuevamente, mis dientes se ajustan para unirse al juego animal donde mordiéndote los labios, abren las puertas de tus entrañas. 

     Tengo un primer plano de tus nalgas, se abre y se cierra, el plano y tus nalgas; me aferro a ellas y las dibujo con mis dedos y las redibujo con la mirada; pruebo con mi lengua húmeda y las esnifo con mi nariz aplastada: las inmortalizo en mi mente para poder, este día triste y gris, traerte de nuevo a la cama, a la nave de placer, donde te he penetrado y me he derramado tantas veces.

      Después,  lluvia interna, colapso espiritual. Es el alma destrozándose y reiniciando el enlace con mi cuerpo, dentro, dentro, dentro, adentro de ti. 
      Separarnos de la posición en la que nos encontramos, duele como si entre nosotros existiera una articulación ósea que debemos romper para regresar a la posición primigenia, a la ancestral, donde ambos recreemos la primera penetración de la especie, con la que devolvamos a la humanidad ese instante de vida que nos ha sido prohibido con la muerte.

    En este momento la imaginación se convierte en la única vía, la creatividad es el único escape para vencer la profunda tristeza de vernos separados, distantes, de tú tan tú y  yo tan yo. Yo ser tú y tú ser yo. Fundirnos una vez más, propongo en secreto, como si Zeus nos escuchara con saetas en su mano para dividirnos de nuevo.

    Fundirnos, repites. Fundirnos más. Fundirnos. Entra en mí. Estoy dentro de ti. Penétrame más fuerte. Háblame. Acaríciame. Cógeme las nalgas. Posa tus dedos sobre mi clítoris y que bailen tiernos con él. Muerde mis pechos. Muérdeme la carne. Despedázame. Cercéname. Ahógame. 

    Tu boca permanece callada todo el momento. Es tu cuerpo quien grita, quien reclama, quien exige más fuerza, más placer. Dame todo, dice tu cuerpo. Todo. Y me siento el ser que es capaz de darte todo y asumo la condición que me has permitido esta tarde: el sanador, el mago, el brujo, el artista, el inmortal gran pene.


leo salas z

jueves, 14 de noviembre de 2013

Un buitre viene caminando sobre la moldura de la ventana panorámica del octavo piso, lugar donde trabajo, y se detiene a observarme como si quisiera invitarme a algo



Leo Salas Z.
      Siento que me observan y clavan su mirada en mi cuello, mis manos, mi hombro, mis piernas. Quizá sea alguien que está en la puerta. Regreso a ver rápidamente, como para sorprenderlo, pero el espacio está tan vacío como cuando llegué. 
Continúo escribiendo un reporte, unos comunicados, un boletín y hasta un poema, pero nada me quita la sensación de que me miran. Hoy nadie ha venido a la oficina y tampoco avisaron que nadie vendrá.
      El vidrio suena como si alguien, desde la calle, lanzara una pequeña piedra a la ventana de tu casa para que abras la puerta cuando no encuentran el timbre. Que puedan lanzar con gran precisión una piedra ocho pisos arriba es absurdo, pero no pierdo nada si salgo a ver por la ventana, es entonces cuando lo veo.
      No sé cuánto tiempo lleva observándome a través del vidrio ese buitre y menos aún por qué lo hace. ¿Qué hay en mí para hacer que un animal carroñero esté inmóvil analizándome? Pareciera como si estuviera al asecho de algo podrido y muerto, que a pesar de que ya es presa fácil, aún existe el riesgo de que despierte y escape; solo aguarda a que la delicia del sabor que encontrará se concentre más, de que esté bien muerto.
      Ya no puedo retomar la concentración. Lo que estaba haciendo quedará inconcluso. Solo pienso en la historia extravagante que les contaré a mis amigos cuando los vea. “Un buitre viene caminando sobre el la moldura de la ventana panorámica del octavo piso, lugar donde trabajo, y se detiene a observarme como si quisiera invitarme a algo.”
Ellos empezarán las bromas como que apesto o como que luzco peor que un muerto o quizá digan que no debo estar tanto tiempo encerrado y solitario en esa oficina a la que nadie va porque los buitres empiezan a sentir afecto por mí… y cosas por el estilo que quedarán en el olvido junto a otras que he olvidado a propósito.
      Quiero averiguar por qué esa ave negra me mira de esa manera. De una forma inexplicable quiero que se quede ahí y yo no quiero moverme, no quiero quedarme solo.
      Con mucho esfuerzo, pero sobre todo con voluntad, logro moverme de la silla y sin dejar de verlo, retrocedo lentamente. Mi atención permanece tan concentrada sobre el ave que cuando mi cuerpo empieza a llegar por partes tras cada movimiento, no me percato de ello: primero mi torso se desliza un poco, tras un pequeño intervalo llegan mis piernas, mis brazos, mi cabeza, como si todo yo flameara en una estado físico donde la desintegración y reintegración fuesen leyes para poder desplazarme.
       La mirada del buitre no cambia de dirección mientras me alejo del lugar dónde estaba, es más, pareciera que se ha hecho más profunda, más decidida. Su mirada parece taladrar el vidrio detrás de donde se encuentra y caer sobre el sitio donde siempre estuvo fija.
      Me río de la divagación en la que he entrado, supongo que el buitre estará viendo su reflejo en el cristal y por eso se ha quedado tan pasmado ahí. La mayoría de animales no reconocen su reflejo, quizá éste sea uno de ellos. Y cuando estoy a punto de regresar a mi silla tras una extraña sensación de completitud, el buitre se lanza contra el vidrio de manera tan violenta que provoca un estruendo al interior de la oficina. Con sus garras intenta raspar el vidrio, con su cabeza romper la frontera que no le deja avanzar en su camino. De pronto el ave carroñera se ha convertido en un feroz predador que se proyecta una y otra vez sobre la ventana dejar de ver el punto fijo. Me quedo atónito por el daño que se hace: en el vidrio empiezan a aparecer manchas de sangre debido a la violencia de sus ataques.
       El buitre se lanza al vacío y luego se eleva en la lejanía para dirigirse veloz nuevamente sobre la ventana. Me da lástima de él porque sé que su cráneo va a explotar cuando llegue a impactar un grueso vidrio a tal velocidad. Pero contrario a todo cuanto pueda sonar lógico, la cabeza del ave rebota que junto al cuerpo, cae al vació para elevarse y volver a realizar la misma maniobra.
      Ahora la diferencia está en que lo que parecían rasguños y golpes inútiles han sentido el cristal de tal manera que empieza a trisarse y las líneas de una inminente ruptura por donde se filtra la sangre alimentada con carroña, crecen hasta detenerse en los bordes de la ventana mientras el animal más desaforado aún, sigue atacando.

      Al anochecer, los jefes llegan a la oficina y se sorprenden de ver la puerta abierta y las luces prendidas. Reconocen inmediatamente al cuerpo dormido con sus brazos cruzados sobre el teclado de la computadora y la cabeza caída sobre estos. Se acercan hacia él para decirle que ya es tarde y que puede irse, pero se detienen cuando ven que desde la oscuridad pintada detrás de la ventana, hay a dos buitres que yacen estáticos, clavando sobre ellos, sus miradas.

domingo, 11 de agosto de 2013

Derrame Lunar

Derrame Lunar 

por: Leo Salas Z
texto leído en el Bukowski, 
viernes 9 de agosto 2013



El dolor que nubla nuestra visión y convierte al otro en el espejo roto que devuelve la imagen deforme de nosotros mismos, se apodera del día; calles que vacías con tu ausencia son espacios donde proyectiles son lanzados desde ventanas en las que imagino cazas, la soledad arrulla con sus maternales brazos, acunan los excesos.Voy lento por una de esas calles estrechas que le permiten a mi destino encontrar aquel  cuerpo, pasos que acortan la distancia van acompasados al cúmulo de pensamientos desbordantes,  culpa de los sentidos arrobados de la abundancia impulsiva de abarcar demasiado a la vez; me nutro de los detalles, del aroma que antecede al encuentro, de la amabilidad de sus ojos negros que por un instante conservan mi rostro esos pequeños espejos húmedos.Enlaza mis manos con sus dedos  y se apodera de mi voluntad porque sabe que cuando la luz nocturna roza apenas la penumbra del bosque, es momento de iniciar el rito para el que hemos nacido. Ella irrumpe la vida miles de kilómetros lejos de mi cuna, pero trazamos sincronizados el camino que nos junta dejándonos acosar por la luna, disecando mariposas para intentar con sus alas alcanzar las estrellas, pidiendo a Dios dejar atrás la furiosa búsqueda de nosotros mismos en cuerpos ajenos.Sumergirse en ella y explorarla hasta los confines de una tierra que se expande, inicia la ceremonia nocturna, aunque  también puede ser el método práctico para engañar a la desazón que concede una existencia asilada y repetitiva; no hay duda que existen fuerzas que rigen el universo, una ley sempiterna que conecta todo, juntos somos el eslabón que une dos mundos: la fuente de la que surgimos y la sinapsis sideral en la que desembocamos.Después, sus ojos resplandecen, son el albergue de un manojo de estrellas arrancadas del cielo; estamos tan próximos como pueden estar dos amantes, subidos en el péndulo de la vida, oscilando como solo el animal humano puede hacerlo cuando se entrega enteramente al placer.Y desbordado de estrellas perdidas, su cuerpo es el espejo cóncavo que retuerce todo el universo, manto de infinitas capas de tinieblas; y yo, cincelado apenas sobre la oscuridad del bosque, me sumerjo en el sendero  láctico de la vida para recordar el relato de la historia del mundo, de los ángeles malditos, de las amantes de Dios perdidas en páginas quemadas por mojes celosos.Ella permanece quieta sobre la tierra, su piel se hiende en poros que acumulan millones de semillas incompletas y con flagelos se riegan desesperadas por su cuello y descienden como magma bautizándola entera mientras se ella descomprime y aguarda…aguarda… aguarda mientras altera su vuelo gravitacional para quedarse un momento más cerca de mi alma.La luna disimula indiferencia pero se acerca mansamente hacia nosotros, danza como una luciérnaga cerca de los árboles, desaparece por aquí y aparece por allá, mira su reflejo en el lago, busca a las demás, se acerca, encuentra alimento en los gemidos animal herida a punto de morir en el placer de la vida. Se entierra en sus ojos tras abandonarse a la trampa en que ha caído todo.Sin alma, ya no hay más que ser humano, observador simple y diminuto, ajeno al peso del cuerpo que se monta sobre nosotros, ajeno a las uñas que afianzan la posición de sacerdotisa y dejan marcas en mi espalda donde se mezcla sangre y sudor.Mueve despacio su cuerpo y acerca su boca levemente abierta hacia mi rostro,  de ella cae una bruma pesada que me envuelve y aísla de todo. Y sin ver nada más que una nube que me cubre, me desprendo del suelo sin siquiera mover mi cuerpo, y todas aquellas mariposas disecadas sincronizan el vuelo y me conducen hacia el firmamento, la luna escolta mi llegada y desde arriba veo como ella, como  reverencia, abandona para siempre mi cuerpo.

lunes, 28 de enero de 2013

Redoma Vacía



Desde la ventana, rectángulo eléctrico de luz pálida, los veo sentados en las aceras, arrimados a los árboles; otros, yacen heridos de sueño sobre el césped y el resto, subidos en el tren del apremio, se desvanecen. La noche se desintegra junto a luces y chispas dentro de la neblina que recorre como sangre las venas asfaltadas de la ciudad. Todos ellos son nadie, y son todos a la vez; la fuerza inmensa de energía ebria que bien podría algún Dios. Mientras el alcohol los posee, van cayendo en cuenta de su individualidad, de su soledad, del miedo; y esta dinámica servil es lo que a otros como yo nos mantiene sentados en el alfeizar de la ventana eléctrica de un hotel, viendo trascurrir esta payasada: vivir.
El hombre al que pertenecía el cuerpo inerte reposando aún tibio sobre la cama, experimentó formas de soledad en su vida que cavaron fondo en su ser con palas cortantes en busca de un interior asustado, marcado la violencia de sus otros; sus músculos, paulatinamente, quedaron pasmados; el rostro, amortiguado; los ojos, ciegos; la boca, muda…; cada sentido se le reveló y, una vez sobrestimados, tuvieron la convicción de que ellos eran quienes encadenaban su alma; él decidió liberarse para siempre en el cuarto silencioso del rectángulo eléctrico.
Dentro de este sitio, como máquina que inmortaliza pensamientos, persisten las miradas de aquellos ángeles de la guarda desempleados, pertenecientes a los que sucumbieron ante la idea de un solo dolor; sus miradas celestiales buscan, entre los restos de miedo que quedan dispersos en la noche y el vacío, interceder por quién clama con suma urgencia su ayuda, otra oportunidad, otra alternativa o, incluso, la posibilidad del arrepentimiento; pero no es más que una dulce vibración hermetizada en el sitio.
El ruido sordo que provoca la cerradura al girarse no altera en nada el panorama del lugar, pero sí la luz mortecina que desaloja la penumbra a excepción de ese espacio constituido por las dos sombras dibujadas sobre las sábanas blancas cubriendo mi cuerpo muerto. Si mi madre viera la escena como yo, pensaría que duermo plácidamente y, sin siquiera pensar en la muerte, esbozaría una sonrisa compartida solo con el silencio, cerraría la puerta complacida.
Pero la vida no está en el cuerpo y el cuerpo está lejos de casa, así que ninguna de las personas que entran en la habitación es madre.
Uno de ellos se dirige al velador y comprueba la vacuidad de la redoma, hace un gesto suave con la cabeza. El otro hace una reverencia ante el cuerpo. Ambos lo envuelven entre las sábanas con la delicadeza de quien arropa a un ser querido. La seguridad de sus movimientos y la soltura al manipular el cuerpo delatan el hábito y la frecuencia de hacerlo. En poco tiempo tienen el cadáver listo y lo sacan de la habitación. Impulsado por la costumbre de seguir siempre al cuerpo, una parte de mí sale con ellos y la otra se queda formando parte de la colección de miradas. Tras esto, una mujer entra y enciende una vela a los pies de un crucifijo, mientras tararea una canción sacra que opaca por mucho el ruido de la calle dentro de la habitación, pone nuevas sábanas y deja el lugar listo para la próxima liberación. Al salir, cierra la puerta y después de un momento, el rectángulo eléctrico de la ventana se apaga. Por detrás del manto oscuro que esconde esta habitación se asfixia una ciudad en vapores de enfermiza simpatía.
Leo Salas Z