lunes, 22 de octubre de 2012

CRÓNICA DE LA MUERTE DEL DESPERTADOR




Dan las dos de la madrugada y el sonido del despertador le indica que debe bajar al piso de cirugía para tomar signos vitales y llenar historias clínicas. Mientras espera el ascensor, se acerca una compañera de guardia y le pide un tabaco, ella se va y el ascensor llega. Desciende un piso. Ingresa a la sala de cirugía donde mira a la mayoría de enfermeras dormidas sobre sus codos, escucha a pacientes que se quejan y percibe el olor fétido de hospital público. Camina tranquilo hacia la camilla número quince donde ve a un familiar de la paciente, despierto y llorando; lo saluda y procede a tomar signos vitales, toma el fonendoscopio y ausculta el pecho, intenta encontrar pulso pero es inútil; revisa la historia clínica “Tumor Cerebral - reincidencia”. La máquina que se encarga de controlar la presión de la paciente, poco ayuda.
Se dirige rápidamente a las habitaciones de los internos de turno, golpea la puerta y comunica lo que sucede, es grave. Los doctores bajan después de varios minutos a ver agonizar a la paciente. Él trata de controlar al padre de la paciente que mira todo sin decir nada, sin dejar de llorar. Tres y media de la madrugada los doctores le dan las gracias por haberlos hecho despertar a sabiendas de que era una muerte inminente. El padre de la paciente no quiere dejar de abrazar a su hija. Él se sienta frente a la ventana a ver como amanece, siete am. Termina su turno, recoge sus cosas y sin despedirse de nadie, sale del hospital.
Camina tres cuadras e ingresa a la estación de autobús, se embarca en él hacia su casa.
Después de una hora de viaje llega. Su madre lo recibe con el desayuno y, tras una breve conversa, ella regresa a seguir durmiendo. Él, sin pensarlo mucho, busca debajo de su cama una mochila y la llena con algunas prendas, vuelve a la cocina y toma comida de la alacena, busca a su madre entre el universo de sueños que le contó mientras desayunaba, y se despide.
Camina hacia la parada de bus y toma uno que lo lleva al terminal Quitumbe. Una vez ahí, compra un pasaje a Latacunga y espera quince minutos hasta que el bus parta, mientras tanto no hace más que mirar por la ventana.
El bus arranca y atraviesa la carretera y tras tres horas llega a Latacunga, sale del bus y se sienta en la vereda a llorar.
Doce de la mañana, se dirige hacia donde venden  boletos y pregunta por algún lugar llamado Quilotoa, paga el boleto y va en busca del bus. Éste arranca y se enrumba entre montañas y páramo hacia la laguna. Le anuncian el fin del viaje en Zumbahua donde pregunta cómo recorrer los 15 km. que le faltan. La respuesta son cinco dólares que  paga y, en una camioneta donde no va nadie más que él, se dirige por una carretera cerrada de montañas distantes, ovejas, vacas, niños, perros, etc.
En medio camino se poncha la llanta de la camioneta y mientras el conductor la cambia el abandona el trasporta y decide seguir a pie. A las tres de la tarde llega a la laguna verde. La gente amable lo recibe y le ofrece un lugar donde hospedarse, niega a todos. Se dirige al borde del abismo y el segundo que le toma mirar el paisaje se fractura en mil partes, cada una con una sensación distinta. Baja corriendo por la quebrada y después de cuarenta minutos de caídas, golpes y polvo, llega a la orilla.
Se sienta, descansa, toma agua y mira el atardecer que se trasforma en colores alegres.
Siente que es la primera vez en su vida que siente paz. Se recuesta y se queda dormido en el abrazo de las estrellas que ningún despertador volverá a turbar.

Foto: aquel lugar de las estrellas

2 comentarios:

johanna villavicencio dijo...

yo quisiera estar en ese momento de paz...

leo salas z dijo...

..."tarda en llegar y al final hay recompenza"