Desde
la ventana, rectángulo eléctrico de luz pálida, los veo sentados en las aceras,
arrimados a los árboles; otros, yacen heridos de sueño sobre el césped y el
resto, subidos en el tren del apremio, se desvanecen. La noche se desintegra
junto a luces y chispas dentro de la neblina que recorre como sangre las venas asfaltadas
de la ciudad. Todos ellos son nadie, y son todos a la vez; la fuerza inmensa de
energía ebria que bien podría algún Dios. Mientras el alcohol los posee, van
cayendo en cuenta de su individualidad, de su soledad, del miedo; y esta
dinámica servil es lo que a otros como yo nos mantiene sentados en el alfeizar de
la ventana eléctrica de un hotel, viendo trascurrir esta payasada: vivir.
El
hombre al que pertenecía el cuerpo inerte reposando aún tibio sobre la cama,
experimentó formas de soledad en su vida que cavaron fondo en su ser con palas
cortantes en busca de un interior asustado, marcado la violencia de sus otros; sus
músculos, paulatinamente, quedaron pasmados; el rostro, amortiguado; los ojos,
ciegos; la boca, muda…; cada sentido se le reveló y, una vez sobrestimados, tuvieron
la convicción de que ellos eran quienes encadenaban su alma; él decidió
liberarse para siempre en el cuarto silencioso del rectángulo eléctrico.
Dentro
de este sitio, como máquina que inmortaliza pensamientos, persisten las miradas
de aquellos ángeles de la guarda desempleados, pertenecientes a los que
sucumbieron ante la idea de un solo dolor; sus miradas celestiales buscan,
entre los restos de miedo que quedan dispersos en la noche y el vacío, interceder
por quién clama con suma urgencia su ayuda, otra oportunidad, otra alternativa
o, incluso, la posibilidad del arrepentimiento; pero no es más que una dulce
vibración hermetizada en el sitio.
El
ruido sordo que provoca la cerradura al girarse no altera en nada el panorama
del lugar, pero sí la luz mortecina que desaloja la penumbra a excepción de ese
espacio constituido por las dos sombras dibujadas sobre las sábanas blancas cubriendo
mi cuerpo muerto. Si mi madre viera la escena como yo, pensaría que duermo
plácidamente y, sin siquiera pensar en la muerte, esbozaría una sonrisa compartida
solo con el silencio, cerraría la puerta complacida.
Pero
la vida no está en el cuerpo y el cuerpo está lejos de casa, así que ninguna de
las personas que entran en la habitación es madre.
Uno
de ellos se dirige al velador y comprueba la vacuidad de la redoma, hace un
gesto suave con la cabeza. El otro hace una reverencia ante el cuerpo. Ambos lo
envuelven entre las sábanas con la delicadeza de quien arropa a un ser querido.
La seguridad de sus movimientos y la soltura al manipular el cuerpo delatan el
hábito y la frecuencia de hacerlo. En poco tiempo tienen el cadáver listo y lo
sacan de la habitación. Impulsado por la costumbre de seguir siempre al cuerpo,
una parte de mí sale con ellos y la otra se queda formando parte de la
colección de miradas. Tras esto, una mujer entra y enciende una vela a los pies
de un crucifijo, mientras tararea una canción sacra que opaca por mucho el
ruido de la calle dentro de la habitación, pone nuevas sábanas y deja el lugar
listo para la próxima liberación. Al salir, cierra la puerta y después de un
momento, el rectángulo eléctrico de la ventana se apaga. Por detrás del manto
oscuro que esconde esta habitación se asfixia una ciudad en vapores de
enfermiza simpatía.
Leo
Salas Z
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