lunes, 28 de enero de 2013

Redoma Vacía



Desde la ventana, rectángulo eléctrico de luz pálida, los veo sentados en las aceras, arrimados a los árboles; otros, yacen heridos de sueño sobre el césped y el resto, subidos en el tren del apremio, se desvanecen. La noche se desintegra junto a luces y chispas dentro de la neblina que recorre como sangre las venas asfaltadas de la ciudad. Todos ellos son nadie, y son todos a la vez; la fuerza inmensa de energía ebria que bien podría algún Dios. Mientras el alcohol los posee, van cayendo en cuenta de su individualidad, de su soledad, del miedo; y esta dinámica servil es lo que a otros como yo nos mantiene sentados en el alfeizar de la ventana eléctrica de un hotel, viendo trascurrir esta payasada: vivir.
El hombre al que pertenecía el cuerpo inerte reposando aún tibio sobre la cama, experimentó formas de soledad en su vida que cavaron fondo en su ser con palas cortantes en busca de un interior asustado, marcado la violencia de sus otros; sus músculos, paulatinamente, quedaron pasmados; el rostro, amortiguado; los ojos, ciegos; la boca, muda…; cada sentido se le reveló y, una vez sobrestimados, tuvieron la convicción de que ellos eran quienes encadenaban su alma; él decidió liberarse para siempre en el cuarto silencioso del rectángulo eléctrico.
Dentro de este sitio, como máquina que inmortaliza pensamientos, persisten las miradas de aquellos ángeles de la guarda desempleados, pertenecientes a los que sucumbieron ante la idea de un solo dolor; sus miradas celestiales buscan, entre los restos de miedo que quedan dispersos en la noche y el vacío, interceder por quién clama con suma urgencia su ayuda, otra oportunidad, otra alternativa o, incluso, la posibilidad del arrepentimiento; pero no es más que una dulce vibración hermetizada en el sitio.
El ruido sordo que provoca la cerradura al girarse no altera en nada el panorama del lugar, pero sí la luz mortecina que desaloja la penumbra a excepción de ese espacio constituido por las dos sombras dibujadas sobre las sábanas blancas cubriendo mi cuerpo muerto. Si mi madre viera la escena como yo, pensaría que duermo plácidamente y, sin siquiera pensar en la muerte, esbozaría una sonrisa compartida solo con el silencio, cerraría la puerta complacida.
Pero la vida no está en el cuerpo y el cuerpo está lejos de casa, así que ninguna de las personas que entran en la habitación es madre.
Uno de ellos se dirige al velador y comprueba la vacuidad de la redoma, hace un gesto suave con la cabeza. El otro hace una reverencia ante el cuerpo. Ambos lo envuelven entre las sábanas con la delicadeza de quien arropa a un ser querido. La seguridad de sus movimientos y la soltura al manipular el cuerpo delatan el hábito y la frecuencia de hacerlo. En poco tiempo tienen el cadáver listo y lo sacan de la habitación. Impulsado por la costumbre de seguir siempre al cuerpo, una parte de mí sale con ellos y la otra se queda formando parte de la colección de miradas. Tras esto, una mujer entra y enciende una vela a los pies de un crucifijo, mientras tararea una canción sacra que opaca por mucho el ruido de la calle dentro de la habitación, pone nuevas sábanas y deja el lugar listo para la próxima liberación. Al salir, cierra la puerta y después de un momento, el rectángulo eléctrico de la ventana se apaga. Por detrás del manto oscuro que esconde esta habitación se asfixia una ciudad en vapores de enfermiza simpatía.
Leo Salas Z



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