martes, 4 de febrero de 2014

Dios rasca nuestras almas venéreas




Poco importan las buenas o malas cosas que el remoto pasado te haya invitado a vivir si en este preciso instante (mismo instante en el que el universo sigue expandiéndose mucho más allá de lo que las quinientas mil billones de sinapsis cerebrales  puedan dibujar dentro del espacio vacío que antecede al pensamiento) sientes un espacio silencioso donde antes había un alboroto, un festín, una orgía de emociones, sueños, pensamientos, anhelos, deseos y porqué no, una que otra perversión.

Ni el caro payaso en la fiesta de cumpleaños, ni el televisor nuevo, ni los inocentes traumas que con tanto amor nuestros padres siembran en nosotros y que luego se convertirán en monstruos cancerígenos que nos guardan en la seguridad de una sucia y putrefacta celda social donde tendremos que aferrarnos, porque afuera es muy peligroso y más que eso, porque el miedo se ha convertido en la principal arma con la que uno se defiende de la vida, de la maravillosa vida que solo viene a por nosotros para entregarnos besos, caricias, paisajes, aromas, colores, contactos, cuerpos, amantes, orgasmos; viene y se entrega entera, desnuda y virgen a todos nosotros, ¿no la sientes acaso? Ni los viajes, ni los recuerdos, ni los likes en el facebook, ni las fotos que jamás envejecerán ni adquirirán nostalgia en los álbumes virtuales del internet, serán objeto que logren ahuyentar el miedo de no escuchar esa fiesta en nuestro interior.

El cuerpo poco a poco va perdiendo su divinidad, su trascendencia, su origen intergaláctico y universal y se trasforma en una sucesión de formas que cambian constantemente y que te vuelven más pesado, más rígido, más grueso: capas y capas de grasa que se interponen entre el brillante interior que guardas en el ser y tú. Te vuelves una panza que no deja de crecer, unas piernas atrofiadas por la inmovilidad de las ocho horas de trabajo y en unos ojos cansados que lo único que buscan es refugiarse detrás de los párpados el mayor tiempo posible del día para no mirar el infierno que los rodea.

El alma, espíritu, energía, ninfa o hálito de Dios, aquello vertiginosamente hermoso y bueno que guardamos dentro, queda de pronto enterrado en un sin número de creencias, suposiciones, pensamientos enfermizos que nos ciegan constantemente y nos alejan del ser divino que nos acompaña dentro desde que nacemos.

La cantidad de posibilidades que te presenta la sociedad para que escojas un camino, podría hacernos creer que en realidad somos libres de ser quienes queremos ser, es decir, que tenemos libre albedrío o que podemos vivir nuestras vidas en equilibrio con lo material. Y si se me permite, ésta, al igual que las otras máscaras de presentación nos muestran desde que somos pequeños para que nos sintamos parte de la civilización, son una tremenda necesidad que necesita ser expurgada de nuestras vidas.

Lo que se hace llamar Vida jamás podrá pertenecer a ninguna clase de categorización absurda donde exista el equilibrio entre algo que es absolutamente divino y algo que es absolutamente mundano. Pretender que nuestra alma se acostumbre o se adapte a la miseria en la que la civilización se ha convertido, es intentar desprestigiar o despreciar de la manera más absoluta el regalo de Dios, la vida. Es por eso que dentro del sistema actual no se puede de ninguna forma llegar a encajar a través de conceptos convencionalizados dentro de un aparato del que no somos más que pequeñas evidencias de existencias en costosas lápidas de cementerios donde los muertos tienen la capacidad de despertarse cada mañana, deambular por la ciudad y en la noche volver a dormirse y pretender como si nada.

Existe un malestar general en mí, parecida a una picazón que se desplaza por todo mi interior: del párpado derecho hacia el cuello, desde el cuello hacia la rodilla izquierda, desde ésta hacia el pulmón, riñón, intestinos, próstata, cerebro… y así hasta que llega a mi alma y me pica el alma y el único que puede rascarla es Dios. Pero Dios no se encuentra entre los edificios, en la universidad, en el trabajo, en el cine, en los centros comerciales; Dios no está en ninguno de esos lugares porque he ido buscándolo en todos los lugares donde el resto de seres humanos está contento de estar. Lo he buscado en fiestas, en caídas, en reuniones de amigos, en prostíbulos, en psiquiatras, en bancos, en todo lugar donde la gente se siente con la necesidad de ir, y al no encontrarlo me pregunto, ¿qué es todo lo que esta gente ciega busca?

Dios ha rascado mi alma tiernamente unas cuantas veces y todas ellas han sido en soledad y lejos de cualquier referente conocido o antes visitado. Esto quiere decir que de cierta forma la picazón va emparentándose a mí y va cavando interiores hasta encontrarse con el alma y provocarla, como una enfermedad, contaminarla; ciertamente esa picazón es el presente citadino que tan difícil es tolerar, ese ambiente que lo denigra y degenera todo y del que todos han intentado durante más de dos mil años encontrarle una explicación a través del conocimiento y entre más respuestas encuentran, más preguntas salen, y así hasta lograr desvanecer ese picazón que sienten por dentro, ese picazón que se parece más bien a una frustración de que a pesar de que gozan sus vidas, algo les falta, siempre habrá algo que motive la curiosidad del ser humano, algo que siempre quieren encontrar afuera: respuestas, pero considero que todas las respuestas están dentro, porque a pesar de que hace miles años no se sabía nada de lo que ahora se sabe, logramos tejer nuestra existencia con el hilo de la evolución, preservando el entorno de cierta manera cuidándolo, sin embargo ahora, al parecer, sucede todo lo contrario.

Leo Salas Z

miércoles, 8 de enero de 2014

La lluvia es un cuerpo que se derrama

     

La ciudad es como un estado mental desagradable e invasivo. Entre mejor se siente uno internamente, más fácil es percatarse de lo que sucede fuera de la mente: todo no es más que lo justo y necesario, la condena, lo específicamente crucial, brutal, algo que no podría de ser de otra manera.

    A pesar de que la lluvia llega pacientemente, gota por gota, a cada espacio del concreto que lo invisibilizan todo, el agua no alimenta nada, mujer. Lo único que nace en el cemento es la evidencia de cuan insípido y gris es el camino por donde todos, todas, avanzamos.
    Nena, podrías preguntarle a esa matrona negro vestida, de pálidos besos, y que cada noche cobija con frío el alma cuando no se puede dormir, por qué son tan vacíos lo días en los que has desaparecido con la facilidad de espectro o fantasma; de pronto no te halló por ningún lado, ni en el bosque ni adentro mío. 

     Un parpadeo que es imperceptible, porque nadie más que el universo me está viendo, me regresa al camino. Engreír de la mente mientras miras por la ventana es tan fácil cuando vives en un lugar alto, incluso podría considerarse una estafa. Sin embargo, qué es aquello que ofrece esa gran ventana desde la que miro y escribo para activar el circuito mental que transfigura, trastorna, todo: la intersección de dos grandes calles, Toledo y Madrid, un semáforo motivado por el retraso de los apurados, pitan, cientos de automóviles, vienen y van, ningún lugar, edificios altos, varios, años 80, algunos contemporáneos, casas con tejados, historias guardan, quizá nunca sean contadas o quizá sí, esta tarde, puede ser, animarse un poco, más, hasta sentir aquel desenfreno vital por empezar a tragarse todo lo que observo, digerirlo en ácidas convulsiones cerebrales,  vomitarlo como flores.

      Para esto, el interludio mujer: calentar un poco estos dedos rígidos de afirmarse con caricias, manos que no se acostumbran a tocar una máquina muerta después de tecleado con amor y paciencia cada hectárea de tu cuerpo, dibujando, sembrando irrigando, penetrando, cavando, destilando, hozando. Suave y fresca substancia viscosa que dices no tiene sabor o, más bien, que tiene buen sabor o un sabor extraño, pero no es feo o simplemente que sabe a ti en mí o a mí en ti. 

     Miembro erecto que tardo en reconocer como mío debido a la fuerza del pensamiento que se estampa en el infinito y hacia dentro, engulles en tu boca. Pequeña pez que ha sido atrapada por una estaca de carne inflamada se retuerce de placer al comprender que poco a poco ésta irá expandiéndose sin dirección, en tu interior, para terminar empalándote las entrañas. La cama es un gran océano donde estamos solos nena, yo el pescador y tú la mejor de las presas de esta mañana, de esta tarde, de esta noche o mejor de todas, de todos.

     El azul asfixia te sienta bien, intentando respirar por la nariz, intentando meter más profundamente mi pene expandiendo la glotis, haciendo esfuerzos para no vomitarme encima, porque tu úvula, ya emputada, ha empezado a quejarse de por qué te metes cosas tan gruesas y duras en la boca. Pero sin embargo tú, aferrada succión, me ves con los ojos entrecerrados, como si cerrar los párpados ayudara en algo a tu garganta, me ves como me vería un pez que no encontró el amor y que está a punto de morir, como diciéndome, si me vas a matar que sea para siempre.

     Un segundo antes de finalizarle la vida con una estocada digna de matador: pequeño impulso a mis caderas, mano sobre su cabeza, inyección de sangre cavernosa, ella presiente el fin y se lo saca de la boca con una bocanada de aire inmensa que se traduce en un ligero alarido, que no es más que una distracción a su cerebro para lanzarse como fiera sobre mis testículos: ambos la intuyen cerca, como si estuvieran paseando en medio de una oscura y profunda selva y, de pronto, sienten la presencia de una bestia que los asecha. Ambos la intuyen pero ni el grande y mucho menos el chiquito, están preparados para su boca exigente y amenazadora, que los besa y los succiona como si quisiera recuperar algo que ellos te han robado, como vengándose de los suyos que no se desarrollaron.

     De su boca escapa furiosa una anguila eléctrica que nada entre mis piernas, entre mis nalgas, y que se descarga sobre un pequeño sector en el centro de mi cuerpo. La explosión energética hace que se me contraiga cada uno de los músculos hasta quedar en rigor mortis.      Se siente la contracción eterna, la última. En este momento, si lo consiguiera, te despedazaría, no por perversión sino por autodefensa.

Veo como amaneces de entre mis piernas, como te renuevas, como creces con una mirada de niña asustada y excitada. Tus nalgas en el fondo, dibujan dos montañas de carne. 
     “Estás bien mi amor”, lo dices sin decir nada. “Sigue”, te digo con un espasmo del meñique del pie en tu nalga. Y me abandono inconscientemente a ti, a tus besos, a tu cuerpo, a tu tacto, a tu deleite, al placer que buscas y al placer que ofreces. “No pares”. Arrodillada entre mis piernas abiertas, eres solo dorso. Me pregunto, dónde están sus piernas, quiero tocarlas, quiero besarlas, quiero saber que no escaparon del encuentro, que no tienen miedo. Que ambos a pesar de estar seguros de esto, también estamos preparados hace años, millones tal vez, para este encuentro.

     La intensión de buscar un pensamiento racional dentro de mi cabeza que permita constatar mi cordura, se alivia al encontrar solo formas que se dibujan y desdibujan en tu presencia. El techo del cuarto ha pasado a ser suelo, y el suelo es una pared y la ventana por la que ahora mismo miro la ciudad que escapa de sí misma, es el lienzo donde poco a poco vamos dibujando el amor con nuestros alientos: sitio de encuentro donde ambos confluyen como invisibles moscas atrapadas dentro de un lugar cerrado, la trasparencia es la salida al cálido cielo, y  el frío de la ventana, la mano que las imprime en cautiverio rectangular del que más tarde escribiré. Los nuevos alientos que saben del proceso y se sienten excitados de ir juntos hacia la muerte, nos contagian; la máquina se acelera y pasamos a ser máquinas impacientes por fabricar hálitos que nos evidencien.

     Por fin veo tus piernas y las beso, empotras tu cuerpo de piel sirena sobre el mío. Tú de revés, yo de revés, el mundo entero se contorsiona para encajar mi pene en tu boca nuevamente, mis dientes se ajustan para unirse al juego animal donde mordiéndote los labios, abren las puertas de tus entrañas. 

     Tengo un primer plano de tus nalgas, se abre y se cierra, el plano y tus nalgas; me aferro a ellas y las dibujo con mis dedos y las redibujo con la mirada; pruebo con mi lengua húmeda y las esnifo con mi nariz aplastada: las inmortalizo en mi mente para poder, este día triste y gris, traerte de nuevo a la cama, a la nave de placer, donde te he penetrado y me he derramado tantas veces.

      Después,  lluvia interna, colapso espiritual. Es el alma destrozándose y reiniciando el enlace con mi cuerpo, dentro, dentro, dentro, adentro de ti. 
      Separarnos de la posición en la que nos encontramos, duele como si entre nosotros existiera una articulación ósea que debemos romper para regresar a la posición primigenia, a la ancestral, donde ambos recreemos la primera penetración de la especie, con la que devolvamos a la humanidad ese instante de vida que nos ha sido prohibido con la muerte.

    En este momento la imaginación se convierte en la única vía, la creatividad es el único escape para vencer la profunda tristeza de vernos separados, distantes, de tú tan tú y  yo tan yo. Yo ser tú y tú ser yo. Fundirnos una vez más, propongo en secreto, como si Zeus nos escuchara con saetas en su mano para dividirnos de nuevo.

    Fundirnos, repites. Fundirnos más. Fundirnos. Entra en mí. Estoy dentro de ti. Penétrame más fuerte. Háblame. Acaríciame. Cógeme las nalgas. Posa tus dedos sobre mi clítoris y que bailen tiernos con él. Muerde mis pechos. Muérdeme la carne. Despedázame. Cercéname. Ahógame. 

    Tu boca permanece callada todo el momento. Es tu cuerpo quien grita, quien reclama, quien exige más fuerza, más placer. Dame todo, dice tu cuerpo. Todo. Y me siento el ser que es capaz de darte todo y asumo la condición que me has permitido esta tarde: el sanador, el mago, el brujo, el artista, el inmortal gran pene.


leo salas z

jueves, 14 de noviembre de 2013

Un buitre viene caminando sobre la moldura de la ventana panorámica del octavo piso, lugar donde trabajo, y se detiene a observarme como si quisiera invitarme a algo



Leo Salas Z.
      Siento que me observan y clavan su mirada en mi cuello, mis manos, mi hombro, mis piernas. Quizá sea alguien que está en la puerta. Regreso a ver rápidamente, como para sorprenderlo, pero el espacio está tan vacío como cuando llegué. 
Continúo escribiendo un reporte, unos comunicados, un boletín y hasta un poema, pero nada me quita la sensación de que me miran. Hoy nadie ha venido a la oficina y tampoco avisaron que nadie vendrá.
      El vidrio suena como si alguien, desde la calle, lanzara una pequeña piedra a la ventana de tu casa para que abras la puerta cuando no encuentran el timbre. Que puedan lanzar con gran precisión una piedra ocho pisos arriba es absurdo, pero no pierdo nada si salgo a ver por la ventana, es entonces cuando lo veo.
      No sé cuánto tiempo lleva observándome a través del vidrio ese buitre y menos aún por qué lo hace. ¿Qué hay en mí para hacer que un animal carroñero esté inmóvil analizándome? Pareciera como si estuviera al asecho de algo podrido y muerto, que a pesar de que ya es presa fácil, aún existe el riesgo de que despierte y escape; solo aguarda a que la delicia del sabor que encontrará se concentre más, de que esté bien muerto.
      Ya no puedo retomar la concentración. Lo que estaba haciendo quedará inconcluso. Solo pienso en la historia extravagante que les contaré a mis amigos cuando los vea. “Un buitre viene caminando sobre el la moldura de la ventana panorámica del octavo piso, lugar donde trabajo, y se detiene a observarme como si quisiera invitarme a algo.”
Ellos empezarán las bromas como que apesto o como que luzco peor que un muerto o quizá digan que no debo estar tanto tiempo encerrado y solitario en esa oficina a la que nadie va porque los buitres empiezan a sentir afecto por mí… y cosas por el estilo que quedarán en el olvido junto a otras que he olvidado a propósito.
      Quiero averiguar por qué esa ave negra me mira de esa manera. De una forma inexplicable quiero que se quede ahí y yo no quiero moverme, no quiero quedarme solo.
      Con mucho esfuerzo, pero sobre todo con voluntad, logro moverme de la silla y sin dejar de verlo, retrocedo lentamente. Mi atención permanece tan concentrada sobre el ave que cuando mi cuerpo empieza a llegar por partes tras cada movimiento, no me percato de ello: primero mi torso se desliza un poco, tras un pequeño intervalo llegan mis piernas, mis brazos, mi cabeza, como si todo yo flameara en una estado físico donde la desintegración y reintegración fuesen leyes para poder desplazarme.
       La mirada del buitre no cambia de dirección mientras me alejo del lugar dónde estaba, es más, pareciera que se ha hecho más profunda, más decidida. Su mirada parece taladrar el vidrio detrás de donde se encuentra y caer sobre el sitio donde siempre estuvo fija.
      Me río de la divagación en la que he entrado, supongo que el buitre estará viendo su reflejo en el cristal y por eso se ha quedado tan pasmado ahí. La mayoría de animales no reconocen su reflejo, quizá éste sea uno de ellos. Y cuando estoy a punto de regresar a mi silla tras una extraña sensación de completitud, el buitre se lanza contra el vidrio de manera tan violenta que provoca un estruendo al interior de la oficina. Con sus garras intenta raspar el vidrio, con su cabeza romper la frontera que no le deja avanzar en su camino. De pronto el ave carroñera se ha convertido en un feroz predador que se proyecta una y otra vez sobre la ventana dejar de ver el punto fijo. Me quedo atónito por el daño que se hace: en el vidrio empiezan a aparecer manchas de sangre debido a la violencia de sus ataques.
       El buitre se lanza al vacío y luego se eleva en la lejanía para dirigirse veloz nuevamente sobre la ventana. Me da lástima de él porque sé que su cráneo va a explotar cuando llegue a impactar un grueso vidrio a tal velocidad. Pero contrario a todo cuanto pueda sonar lógico, la cabeza del ave rebota que junto al cuerpo, cae al vació para elevarse y volver a realizar la misma maniobra.
      Ahora la diferencia está en que lo que parecían rasguños y golpes inútiles han sentido el cristal de tal manera que empieza a trisarse y las líneas de una inminente ruptura por donde se filtra la sangre alimentada con carroña, crecen hasta detenerse en los bordes de la ventana mientras el animal más desaforado aún, sigue atacando.

      Al anochecer, los jefes llegan a la oficina y se sorprenden de ver la puerta abierta y las luces prendidas. Reconocen inmediatamente al cuerpo dormido con sus brazos cruzados sobre el teclado de la computadora y la cabeza caída sobre estos. Se acercan hacia él para decirle que ya es tarde y que puede irse, pero se detienen cuando ven que desde la oscuridad pintada detrás de la ventana, hay a dos buitres que yacen estáticos, clavando sobre ellos, sus miradas.

domingo, 11 de agosto de 2013

Derrame Lunar

Derrame Lunar 

por: Leo Salas Z
texto leído en el Bukowski, 
viernes 9 de agosto 2013



El dolor que nubla nuestra visión y convierte al otro en el espejo roto que devuelve la imagen deforme de nosotros mismos, se apodera del día; calles que vacías con tu ausencia son espacios donde proyectiles son lanzados desde ventanas en las que imagino cazas, la soledad arrulla con sus maternales brazos, acunan los excesos.Voy lento por una de esas calles estrechas que le permiten a mi destino encontrar aquel  cuerpo, pasos que acortan la distancia van acompasados al cúmulo de pensamientos desbordantes,  culpa de los sentidos arrobados de la abundancia impulsiva de abarcar demasiado a la vez; me nutro de los detalles, del aroma que antecede al encuentro, de la amabilidad de sus ojos negros que por un instante conservan mi rostro esos pequeños espejos húmedos.Enlaza mis manos con sus dedos  y se apodera de mi voluntad porque sabe que cuando la luz nocturna roza apenas la penumbra del bosque, es momento de iniciar el rito para el que hemos nacido. Ella irrumpe la vida miles de kilómetros lejos de mi cuna, pero trazamos sincronizados el camino que nos junta dejándonos acosar por la luna, disecando mariposas para intentar con sus alas alcanzar las estrellas, pidiendo a Dios dejar atrás la furiosa búsqueda de nosotros mismos en cuerpos ajenos.Sumergirse en ella y explorarla hasta los confines de una tierra que se expande, inicia la ceremonia nocturna, aunque  también puede ser el método práctico para engañar a la desazón que concede una existencia asilada y repetitiva; no hay duda que existen fuerzas que rigen el universo, una ley sempiterna que conecta todo, juntos somos el eslabón que une dos mundos: la fuente de la que surgimos y la sinapsis sideral en la que desembocamos.Después, sus ojos resplandecen, son el albergue de un manojo de estrellas arrancadas del cielo; estamos tan próximos como pueden estar dos amantes, subidos en el péndulo de la vida, oscilando como solo el animal humano puede hacerlo cuando se entrega enteramente al placer.Y desbordado de estrellas perdidas, su cuerpo es el espejo cóncavo que retuerce todo el universo, manto de infinitas capas de tinieblas; y yo, cincelado apenas sobre la oscuridad del bosque, me sumerjo en el sendero  láctico de la vida para recordar el relato de la historia del mundo, de los ángeles malditos, de las amantes de Dios perdidas en páginas quemadas por mojes celosos.Ella permanece quieta sobre la tierra, su piel se hiende en poros que acumulan millones de semillas incompletas y con flagelos se riegan desesperadas por su cuello y descienden como magma bautizándola entera mientras se ella descomprime y aguarda…aguarda… aguarda mientras altera su vuelo gravitacional para quedarse un momento más cerca de mi alma.La luna disimula indiferencia pero se acerca mansamente hacia nosotros, danza como una luciérnaga cerca de los árboles, desaparece por aquí y aparece por allá, mira su reflejo en el lago, busca a las demás, se acerca, encuentra alimento en los gemidos animal herida a punto de morir en el placer de la vida. Se entierra en sus ojos tras abandonarse a la trampa en que ha caído todo.Sin alma, ya no hay más que ser humano, observador simple y diminuto, ajeno al peso del cuerpo que se monta sobre nosotros, ajeno a las uñas que afianzan la posición de sacerdotisa y dejan marcas en mi espalda donde se mezcla sangre y sudor.Mueve despacio su cuerpo y acerca su boca levemente abierta hacia mi rostro,  de ella cae una bruma pesada que me envuelve y aísla de todo. Y sin ver nada más que una nube que me cubre, me desprendo del suelo sin siquiera mover mi cuerpo, y todas aquellas mariposas disecadas sincronizan el vuelo y me conducen hacia el firmamento, la luna escolta mi llegada y desde arriba veo como ella, como  reverencia, abandona para siempre mi cuerpo.

lunes, 28 de enero de 2013

Redoma Vacía



Desde la ventana, rectángulo eléctrico de luz pálida, los veo sentados en las aceras, arrimados a los árboles; otros, yacen heridos de sueño sobre el césped y el resto, subidos en el tren del apremio, se desvanecen. La noche se desintegra junto a luces y chispas dentro de la neblina que recorre como sangre las venas asfaltadas de la ciudad. Todos ellos son nadie, y son todos a la vez; la fuerza inmensa de energía ebria que bien podría algún Dios. Mientras el alcohol los posee, van cayendo en cuenta de su individualidad, de su soledad, del miedo; y esta dinámica servil es lo que a otros como yo nos mantiene sentados en el alfeizar de la ventana eléctrica de un hotel, viendo trascurrir esta payasada: vivir.
El hombre al que pertenecía el cuerpo inerte reposando aún tibio sobre la cama, experimentó formas de soledad en su vida que cavaron fondo en su ser con palas cortantes en busca de un interior asustado, marcado la violencia de sus otros; sus músculos, paulatinamente, quedaron pasmados; el rostro, amortiguado; los ojos, ciegos; la boca, muda…; cada sentido se le reveló y, una vez sobrestimados, tuvieron la convicción de que ellos eran quienes encadenaban su alma; él decidió liberarse para siempre en el cuarto silencioso del rectángulo eléctrico.
Dentro de este sitio, como máquina que inmortaliza pensamientos, persisten las miradas de aquellos ángeles de la guarda desempleados, pertenecientes a los que sucumbieron ante la idea de un solo dolor; sus miradas celestiales buscan, entre los restos de miedo que quedan dispersos en la noche y el vacío, interceder por quién clama con suma urgencia su ayuda, otra oportunidad, otra alternativa o, incluso, la posibilidad del arrepentimiento; pero no es más que una dulce vibración hermetizada en el sitio.
El ruido sordo que provoca la cerradura al girarse no altera en nada el panorama del lugar, pero sí la luz mortecina que desaloja la penumbra a excepción de ese espacio constituido por las dos sombras dibujadas sobre las sábanas blancas cubriendo mi cuerpo muerto. Si mi madre viera la escena como yo, pensaría que duermo plácidamente y, sin siquiera pensar en la muerte, esbozaría una sonrisa compartida solo con el silencio, cerraría la puerta complacida.
Pero la vida no está en el cuerpo y el cuerpo está lejos de casa, así que ninguna de las personas que entran en la habitación es madre.
Uno de ellos se dirige al velador y comprueba la vacuidad de la redoma, hace un gesto suave con la cabeza. El otro hace una reverencia ante el cuerpo. Ambos lo envuelven entre las sábanas con la delicadeza de quien arropa a un ser querido. La seguridad de sus movimientos y la soltura al manipular el cuerpo delatan el hábito y la frecuencia de hacerlo. En poco tiempo tienen el cadáver listo y lo sacan de la habitación. Impulsado por la costumbre de seguir siempre al cuerpo, una parte de mí sale con ellos y la otra se queda formando parte de la colección de miradas. Tras esto, una mujer entra y enciende una vela a los pies de un crucifijo, mientras tararea una canción sacra que opaca por mucho el ruido de la calle dentro de la habitación, pone nuevas sábanas y deja el lugar listo para la próxima liberación. Al salir, cierra la puerta y después de un momento, el rectángulo eléctrico de la ventana se apaga. Por detrás del manto oscuro que esconde esta habitación se asfixia una ciudad en vapores de enfermiza simpatía.
Leo Salas Z



miércoles, 31 de octubre de 2012

EL ANCIANO HD-PICTURES


El valiente anciano asegura no tenerle miedo a nada ni a nadie y por esto se lo encuentra vagando por hospitales abandonados, visitando el cementerio a media noche y entrando a la iglesia, que según cuenta en uno de los pocos aciertos de lucidez, fue el miedo que más trabajo le tomó dominar, porque para él el miedo es como una enfermedad y la religión es mortal.
Aunque el valiente anciano esté completamente loco, esto no le impide darse cuenta de lo que sucede a su alrededor y como vive en un barrio periférico de Guayakill, todos los días son verdaderos retos para él. Se decidió componer la realidad a través de la locura y por eso se hace llamar Dios y manda a que le traigan a todos esos reporteros de crónica roja.
Aparece sobre una loma, semidesnudo; lo único que cubre sus encantos, es un par de calzoncillos largos, además tiene un pañuelo en su cabeza que dice “Dios te Ama” y revienta dos fundas llenas de sangre, una en cada mano, sangre robada a un perro sarnoso que se encontró en el camino.
La sangre fluye, cual crucificado, por sus brazos la gente hace unas cuantas llamadas. Más rápido que la ambulancia llega aquel reportero de crónica roja, junto a otro tipo que trae en sus manos la cámara, pero gracias a su experiencia en este tipo de cosas se da cuenta rápidamente del truco del anciano y el origen de la sangre, pero opta seguirle la corriente, porque ha viso que hay mucha gente rezándole al viejo que de pronto ha sangrado, y que, ya siendo tarde, es difícil encontrar una historia para el programa de esa noche; como última salida sabe que si puede extender hasta tres programas la historia antes de terminar desacreditando al viejo, tal vez haga que le suban el sueldo; pero en verdad al camarógrafo poco le importa, al final es gente demente que no cumple ninguna función social, al contrario de la que él cumple, la de informar.
Al otro lado, y sobre la montaña sagrada, el viejo ha buscado dentro de su mente aquellos rezos de las novenas, de los rosarios, de la semana santa, de los entierros, de la televisión, de las viejas en los buses, de la mamá mientras le pegaba cuando él echaba espuma por la boca, aquellos que le susurran las palomitas mientras duermen o el que los curas profesan antes y después de salir de donde una puta… en fin, necesitaba las mejores plegarias. Su mente sin miedos creía que siendo tan poderosa podría incidir en la realidad por medio solo de la percepción. Pensaba que los niños sin zapatos, desnutridos y con diarrea podrían encontrar un poco de paz si él los miraba con ojos piadosos y se convencía a sí mismo que ellos eran los seres más felices de la tierra,  de pronto alzó la vista y vio a lo lejos, pero no tanto, lo que le permitía observar su gastada, vieja y loca visión, a esos niños corriendo tras una pelota de trapo, y se dijo qué buen invento, y se preguntó si había otro ser todo poderoso como el capaz de haber pensado en una idea tan brillante… la respuesta fue no, él fue quien la creo.
Entusiasmado cerró de nuevo los ojos y dijo que quería ver al diablo y enfrentársele, para así arrancar los males de una vez y para siempre de este mundo, y lo vio, con terno y hablando frente a un extraño objeto, era el reportero. Y cuando vio que ése se le acercaba, se puso en tensión pensando que había llegado la lucha final; le oía al reportero decir: “Anciano Valiente no le teme a nada, ni a la muerte” y desde lo alto de su pequeña loma le dijo que no le joda, que tome sus armas y que pelee. Ante tal discursito, al camarógrafo y al reportero le brillaron los ojos, se dijeron mentalmente: esta tarde estamos hechos. Pero no contaban que el viejo al verlos que se acercaban con una extraña arma negra y HD, se lanzó al vuelo, queriendo galopar en el viento, queriendo agarrar las lianas luminosas que parecían estar a un metro de distancia pero en realidad eran rayos lejanos que anunciaban la muerte de Dios. Cayó de cabeza y se dobló el cuello, murió en seguida tras tres respiros, el camarógrafo lo grabó todo y el reportero con la gente contrariada de fondo  dijo: “esto es todo, así termina la leyenda del viejo Valiente que sudaba sangre por las manos y que estaba completamente loco”, tras esto pensó con resignación: uno menos, que relajo.

Leo Salas Z.

lunes, 22 de octubre de 2012

CRÓNICA DE LA MUERTE DEL DESPERTADOR




Dan las dos de la madrugada y el sonido del despertador le indica que debe bajar al piso de cirugía para tomar signos vitales y llenar historias clínicas. Mientras espera el ascensor, se acerca una compañera de guardia y le pide un tabaco, ella se va y el ascensor llega. Desciende un piso. Ingresa a la sala de cirugía donde mira a la mayoría de enfermeras dormidas sobre sus codos, escucha a pacientes que se quejan y percibe el olor fétido de hospital público. Camina tranquilo hacia la camilla número quince donde ve a un familiar de la paciente, despierto y llorando; lo saluda y procede a tomar signos vitales, toma el fonendoscopio y ausculta el pecho, intenta encontrar pulso pero es inútil; revisa la historia clínica “Tumor Cerebral - reincidencia”. La máquina que se encarga de controlar la presión de la paciente, poco ayuda.
Se dirige rápidamente a las habitaciones de los internos de turno, golpea la puerta y comunica lo que sucede, es grave. Los doctores bajan después de varios minutos a ver agonizar a la paciente. Él trata de controlar al padre de la paciente que mira todo sin decir nada, sin dejar de llorar. Tres y media de la madrugada los doctores le dan las gracias por haberlos hecho despertar a sabiendas de que era una muerte inminente. El padre de la paciente no quiere dejar de abrazar a su hija. Él se sienta frente a la ventana a ver como amanece, siete am. Termina su turno, recoge sus cosas y sin despedirse de nadie, sale del hospital.
Camina tres cuadras e ingresa a la estación de autobús, se embarca en él hacia su casa.
Después de una hora de viaje llega. Su madre lo recibe con el desayuno y, tras una breve conversa, ella regresa a seguir durmiendo. Él, sin pensarlo mucho, busca debajo de su cama una mochila y la llena con algunas prendas, vuelve a la cocina y toma comida de la alacena, busca a su madre entre el universo de sueños que le contó mientras desayunaba, y se despide.
Camina hacia la parada de bus y toma uno que lo lleva al terminal Quitumbe. Una vez ahí, compra un pasaje a Latacunga y espera quince minutos hasta que el bus parta, mientras tanto no hace más que mirar por la ventana.
El bus arranca y atraviesa la carretera y tras tres horas llega a Latacunga, sale del bus y se sienta en la vereda a llorar.
Doce de la mañana, se dirige hacia donde venden  boletos y pregunta por algún lugar llamado Quilotoa, paga el boleto y va en busca del bus. Éste arranca y se enrumba entre montañas y páramo hacia la laguna. Le anuncian el fin del viaje en Zumbahua donde pregunta cómo recorrer los 15 km. que le faltan. La respuesta son cinco dólares que  paga y, en una camioneta donde no va nadie más que él, se dirige por una carretera cerrada de montañas distantes, ovejas, vacas, niños, perros, etc.
En medio camino se poncha la llanta de la camioneta y mientras el conductor la cambia el abandona el trasporta y decide seguir a pie. A las tres de la tarde llega a la laguna verde. La gente amable lo recibe y le ofrece un lugar donde hospedarse, niega a todos. Se dirige al borde del abismo y el segundo que le toma mirar el paisaje se fractura en mil partes, cada una con una sensación distinta. Baja corriendo por la quebrada y después de cuarenta minutos de caídas, golpes y polvo, llega a la orilla.
Se sienta, descansa, toma agua y mira el atardecer que se trasforma en colores alegres.
Siente que es la primera vez en su vida que siente paz. Se recuesta y se queda dormido en el abrazo de las estrellas que ningún despertador volverá a turbar.

Foto: aquel lugar de las estrellas